martes, 31 de enero de 2012

El pequeño Adolfito


   Los gritos de Alois eran como truenos que anunciaban la llegada de una terrible tormenta. Ahí estaba el pequeño Adolfito sentado en la esquina de su cama con la mirada puesta fijamente en la puerta. Estaba temblando. Tenía miedo, mucho miedo. Pero esta vez él no pensaba huir. A sus trece años de edad, Adolfito había tomado la decisión de no volver a llorar nunca más cuando su padre lo azote. Su padre, Alois, había sido hijo ilegítimo por casi cuarenta años. Él no conocía el amor de un padre y, por ende, no podía darle a Adolfito lo que nunca había recibido.

   Después de haber sido un buen alumno en primaria, Adolfito acababa de ser suspendido en su primer año de secundaria y tendría que repetirlo. Alois estaba furioso. Adolfito era la esperanza de la familia. Sus tres hermanos mayores habían fallecido antes de que él nazca, por lo cual todas las expectativas de sus padres recaían sobre él. Lo único que le importaba a Alois era que Adolfito tenga buenas calificaciones para que así llegara a ser funcionario de aduanas como él, empleo del que se sentía muy orgulloso y al que había llegado prácticamente sin una base académica. No quería que su hijo pase por las mismas dificultades. Pero Adolfito no lo veía así. Él tenía el sueño de ser pintor, y perdió todo deseo de trabajar en el colegio como una manifestación del descontento que sentía hacia las presiones de su padre. Su madre, por otro lado, quien era la tercera esposa de Alois, lo sobreprotegía hasta el punto de endiosarlo. Esto ocasionó que Adolfito desarrolle un carácter débil e inseguro de sí mismo. Su mundo era una mezcla de temores y violencia constante.

   Esa tarde el pequeño Adolfito se había propuesto poner a prueba su voluntad enfrentando a su padre por primera vez. No pensaba golpearlo ni insultarlo, sólo había decidido ser indiferente al dolor. Quería ver a su padre lleno de impotencia, la misma impotencia que él había sentido al ser constantemente azotado desde que tenía uso de razón.
   La puerta se abrió de golpe. Ahí estaba Alois. Sus ojos eran dos ventanillas que daban hacia el infierno. La furia lo consumía. Detrás de él estaba Klara, la madre de Adolfito, llorando a mares y suplicándole a Alois que no le hiciera nada a su niño. Pero su llanto no hacía más que ambientar la trágica escena. Alois tenía asida la vara de medio metro y no pensaba soltarla hasta partirla en el trasero desnudo de Adolfito. Y así fue. Adolfito contó golpe tras golpe en silencio. No gritó, no lloró, no emitió queja alguna. Pero su mente gemía de odio hacia su padre. El infierno se encendía dentro de él. Su corazón se había endurecido casi por completo.

   Horas más tarde, ya de noche, Adolfito se escapó de su casa. Sólo necesitaba alejarse de todos por un momento, pero pensaba regresar. Corrió y corrió sin dirección. El vacío que sintió por tanto tiempo había sido rellenado por fantasías violentas y pensamientos de muerte.
   Su carrera sin rumbo fijo lo llevó a un parque que estaba prácticamente desolado y con muy poca iluminación. Recostó su frente en un árbol y presionó los dientes y los puños para tratar de apacentar la furia y el dolor que se desbordaban en su interior. Empezó a golpear con todas sus fuerzas el tronco del árbol hasta que sus puños empezaron a sangrar. Cuando sentía que ya no podía más, una voz masculina intervino desde atrás.
     El dolor en físico nunca te quitará el dolor del alma. Hay una mejor solución.
   Adolfito giró su rostro hacia atrás. Era un hombre alto y rubio. Tenía una especie de sombrerito circular que le cubría sólo una parte de la cabeza. Le sonrió muy amablemente y le extendió la mano con un papel. Adolfito lo tomó y lo leyó a duras penas debido a la poca luz que había.

<<Dios es el Padre que tú necesitas. Jesús murió y resucitó por ti para que puedas ser hecho un hijo de Dios.>>

   Adolfito entendía muy poco del cristianismo, pero en ese momento, sin razón aparente, un profundo llanto se avalanchó desde su interior. El desconocido hombre lo tomó entre sus brazos. Adolfito no pudo contenerse. Empezó a llorar incontrolablemente hasta sentir que no podía respirar más. Pero ese llanto fue como un bálsamo sanador. Toda la furia y el dolor acumulado por años parecían desvanecerse con cada lágrima. Una paz que desconocía lo invadió. Un abrazo… sí, sólo un abrazo desde el corazón de Dios era lo que el pequeño Adolfito necesitaba para poder recobrar el sentido de la vida.

   Pasó casi dos horas conversando con este hombre en una banca del parque. Su nombre era David Goldstein. Era un judío, pastor de una pequeña iglesia cristiana protestante que se ubicaba a unas cuadras de la casa de Adolfito. El pastor David había visto muchas veces a Adolf pasar frente a su iglesia, pero nunca lo invitó a pasar ni se le acercó a hablarle.  Esa noche había sentido en su corazón un deseo muy fuerte por ir a orar al parque, algo que nunca había hecho. Cuando vio a Adolfito, entendió que no había sido una coincidencia y decidió acercarse y hablarle. Tras una larga conversación, Adolfito decidió entregarle su joven vida a Jesús. David invitó a Adolfito a formar parte de los jóvenes de su iglesia, y así fue.

   Alois murió dos años más tarde. Poco antes de su muerte aceptó asistir a la iglesia con Adolfito por primera vez, y cuando oyó el mensaje de salvación decidió entregarle a Jesús lo poco que le quedaba de vida. Esa misma noche le pidió perdón a Adolfito por todo el daño que le había hecho, y en medio de un mar de lágrimas Alois y el pequeño Adolfito se dieron un abrazo intenso y sincero por primera vez en la vida desde que Adolfito tenía memoria.

   Adolfito terminó el colegio con excelentes calificaciones y estudió en una escuela de arte. Viajó por toda Europa exhibiendo sus obras y llevando conferencias en pro de la familia y en contra de la violencia. A los 30, Adolfito se casó y llegó a tener dos hermosos hijos con los cuales desarrolló una relación maravillosa. A los 35 años de edad, escribió una obra titulada Mi Lucha, más conocida como  Mein Kampf en su idioma original. Esta fue una obra autobiográfica en la cual Adolfito, ya maduro y padre de familia, explicaba las malas experiencias de su infancia y cómo su familia superó la muerte de tres hijos, los problemas económicos y la violencia en la que vivieron por tanto tiempo. Este libro vendió alrededor de 240.000 ejemplares e inspiró a miles de familias a salir del dolor y la violencia. Diez años más tarde abrió el primer Campo de Restauración. Era un campo grande que recibía e internaba a cientos de familias con problemas de violencia y adicciones. A través de terapias, consejerías y ayuda espiritual, la vida de cientos de hombres, mujeres y niños fueron transformadas en estos Campos de Restauración que tiempo después también se abrirían en diferentes puntos de Europa alcanzando a millones de personas.  

   Adolfito falleció a los 78 años de edad. Su muerte fue un acontecimiento mundial. Hombres y mujeres de muchas partes del mundo lloraron su partida recordándolo con admiración y agradecimiento.  Pocos días antes de su muerte le pidió a Ann, su esposa, que en su epitafio grabe un mensaje. Y este es el mensaje que hasta el día de hoy se lee en un jardín de la ciudad de Magdeburgo, Alemania:



<<Gracias David. No sé qué hubiese sido de mi vida si nunca me hubieses hablado de Jesús ni me hubieses dado ese abrazo. Eternamente gracias.

Adolf Hitler. >>





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