Los gritos de
Alois eran como truenos que anunciaban la llegada de una terrible tormenta. Ahí
estaba el pequeño Adolfito sentado en la esquina de su cama con la mirada
puesta fijamente en la puerta. Estaba temblando. Tenía miedo, mucho miedo. Pero
esta vez él no pensaba huir. A sus trece años de edad, Adolfito había tomado la
decisión de no volver a llorar nunca más cuando su padre lo azote. Su padre,
Alois, había sido hijo ilegítimo por casi cuarenta años. Él no conocía el amor
de un padre y, por ende, no podía darle a Adolfito lo que nunca había recibido.
Después de haber sido un buen alumno en
primaria, Adolfito acababa de ser suspendido en su primer año de secundaria y
tendría que repetirlo. Alois estaba furioso. Adolfito era la esperanza de la
familia. Sus tres hermanos mayores habían fallecido antes de que él nazca, por
lo cual todas las expectativas de sus padres recaían sobre él. Lo único que le
importaba a Alois era que Adolfito tenga buenas calificaciones para que así llegara
a ser funcionario de aduanas como él, empleo del que se sentía muy orgulloso y
al que había llegado prácticamente sin una base académica. No quería que su
hijo pase por las mismas dificultades. Pero Adolfito no lo veía así. Él tenía
el sueño de ser pintor, y perdió todo deseo de trabajar en el colegio como una
manifestación del descontento que sentía hacia las presiones de su padre. Su
madre, por otro lado, quien era la tercera esposa de Alois, lo sobreprotegía
hasta el punto de endiosarlo. Esto ocasionó que Adolfito desarrolle un carácter
débil e inseguro de sí mismo. Su mundo era una mezcla de temores y violencia
constante.
Esa tarde el pequeño Adolfito se había
propuesto poner a prueba su voluntad enfrentando a su padre por primera vez. No
pensaba golpearlo ni insultarlo, sólo había decidido ser indiferente al dolor. Quería
ver a su padre lleno de impotencia, la misma impotencia que él había sentido al
ser constantemente azotado desde que tenía uso de razón.
La puerta se abrió de golpe. Ahí estaba
Alois. Sus ojos eran dos ventanillas que daban hacia el infierno. La furia lo
consumía. Detrás de él estaba Klara, la madre de Adolfito, llorando a mares y
suplicándole a Alois que no le hiciera nada a su niño. Pero su llanto no hacía
más que ambientar la trágica escena. Alois tenía asida la vara de medio metro
y no pensaba soltarla hasta partirla en el trasero desnudo de Adolfito. Y así
fue. Adolfito contó golpe tras golpe en silencio. No gritó, no lloró, no emitió
queja alguna. Pero su mente gemía de odio hacia su padre. El infierno se
encendía dentro de él. Su corazón se había endurecido casi por completo.
Horas más tarde, ya de noche, Adolfito se
escapó de su casa. Sólo necesitaba alejarse de todos por un momento, pero
pensaba regresar. Corrió y corrió sin dirección. El vacío que sintió por tanto
tiempo había sido rellenado por fantasías violentas y pensamientos de muerte.
Su carrera sin rumbo fijo lo llevó a un
parque que estaba prácticamente desolado y con muy poca iluminación. Recostó su
frente en un árbol y presionó los dientes y los puños para tratar de apacentar
la furia y el dolor que se desbordaban en su interior. Empezó a golpear con todas
sus fuerzas el tronco del árbol hasta que sus puños empezaron a sangrar. Cuando
sentía que ya no podía más, una voz masculina intervino desde atrás.
– El dolor en físico nunca te quitará el dolor del alma. Hay una mejor
solución.
Adolfito giró su rostro hacia atrás. Era un
hombre alto y rubio. Tenía una especie de sombrerito circular que le cubría
sólo una parte de la cabeza. Le sonrió muy amablemente y le extendió la mano
con un papel. Adolfito lo tomó y lo leyó a duras penas debido a la poca luz que
había.
<<Dios es el Padre que tú necesitas. Jesús
murió y resucitó por ti para que puedas ser hecho un hijo de Dios.>>
Adolfito entendía muy poco del cristianismo,
pero en ese momento, sin razón aparente, un profundo llanto se avalanchó desde
su interior. El desconocido hombre lo tomó entre sus brazos. Adolfito no pudo
contenerse. Empezó a llorar incontrolablemente hasta sentir que no podía
respirar más. Pero ese llanto fue como un bálsamo sanador. Toda la furia y el
dolor acumulado por años parecían desvanecerse con cada lágrima. Una paz que
desconocía lo invadió. Un abrazo… sí, sólo un abrazo desde el corazón de Dios
era lo que el pequeño Adolfito necesitaba para poder recobrar el sentido de la
vida.
Pasó casi dos horas conversando con este
hombre en una banca del parque. Su nombre era David Goldstein. Era un judío, pastor
de una pequeña iglesia cristiana protestante que se ubicaba a unas cuadras de
la casa de Adolfito. El pastor David había visto muchas veces a Adolf pasar
frente a su iglesia, pero nunca lo invitó a pasar ni se le acercó a hablarle. Esa noche había sentido en su corazón un deseo
muy fuerte por ir a orar al parque, algo que nunca había hecho. Cuando vio a
Adolfito, entendió que no había sido una coincidencia y decidió acercarse y
hablarle. Tras una larga conversación, Adolfito decidió entregarle su joven
vida a Jesús. David invitó a Adolfito a formar parte de los jóvenes de su
iglesia, y así fue.
Alois murió dos años más tarde. Poco antes
de su muerte aceptó asistir a la iglesia con Adolfito por primera vez, y cuando
oyó el mensaje de salvación decidió entregarle a Jesús lo poco que le quedaba
de vida. Esa misma noche le pidió perdón a Adolfito por todo el daño que le
había hecho, y en medio de un mar de lágrimas Alois y el pequeño Adolfito se
dieron un abrazo intenso y sincero por primera vez en la vida desde que
Adolfito tenía memoria.
Adolfito terminó el colegio con excelentes
calificaciones y estudió en una escuela de arte. Viajó por toda Europa exhibiendo
sus obras y llevando conferencias en pro de la familia y en contra de la
violencia. A los 30, Adolfito se casó y llegó a tener dos hermosos hijos con
los cuales desarrolló una relación maravillosa. A los 35 años de edad, escribió
una obra titulada Mi Lucha, más
conocida como Mein Kampf en su idioma original. Esta fue
una obra autobiográfica en la cual Adolfito, ya maduro y padre de familia,
explicaba las malas experiencias de su infancia y cómo su familia superó la
muerte de tres hijos, los problemas económicos y la violencia en la que
vivieron por tanto tiempo. Este libro vendió alrededor de 240.000 ejemplares e
inspiró a miles de familias a salir del dolor y la violencia. Diez años más
tarde abrió el primer Campo de
Restauración. Era un campo grande que recibía e internaba a cientos de familias
con problemas de violencia y adicciones. A través de terapias, consejerías y
ayuda espiritual, la vida de cientos de hombres, mujeres y niños fueron
transformadas en estos Campos de
Restauración que tiempo después también se abrirían en diferentes puntos de
Europa alcanzando a millones de personas.
Adolfito falleció a los 78 años de edad. Su
muerte fue un acontecimiento mundial. Hombres y mujeres de muchas partes del
mundo lloraron su partida recordándolo con admiración y agradecimiento. Pocos días antes de su muerte le pidió a Ann,
su esposa, que en su epitafio grabe un mensaje. Y este es el mensaje que hasta
el día de hoy se lee en un jardín de la ciudad de Magdeburgo, Alemania:
<<Gracias David. No sé
qué hubiese sido de mi vida si nunca me hubieses hablado de Jesús ni me
hubieses dado ese abrazo. Eternamente gracias.
Adolf Hitler. >>
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