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sábado, 6 de diciembre de 2014

Desdoblamiento

Ya de camino a casa alcé otra vez mi mirada. La luna seguía latiendo, y tuve la extraña sensación de que una parte de mí seguía echada en aquel parque, junto a ella, contemplando el mismo cielo cargado de azul inolvidable.


jueves, 9 de octubre de 2014

ÁLTER DIEGO



Con algunos tragos encima, Franco le dice a Diego que no encuentra un nombre que lo convenza para ponerle a su hijo que está por nacer. Automáticamente Diego recuerda una divertida anécdota de hace unos ocho años atrás y decide contarla. Se trata del día en que se cambió de nombre. «Estaba caminando por el Óvalo Higuereta —le cuenta a Franco—, y en eso escucho a alguien gritar ¡Diego! Miré hacia la avenida. Era Rafael, un pata que había conocido hacía como un mes. Me saludaba desde la ventana de su auto. Le devolví el saludo. Pensé en decirle algo como ¿Qué tal? Pero la distancia no ayudaba así que solo seguí caminando. Entonces se me vino un pensamiento extrañísimo. ¿Por qué respondo al nombre de Diego? ¿Por qué DIEGO? Y de pronto me sentí sofocado, como si ese nombre fuese demasiado pequeño para resumir toda mi existencia.»
Mientras caminaba, Diego pensó que no era democrático que alguien más haya tomado la decisión de etiquetarlo de por vida sin poder él siquiera opinar. ¿Y qué tal si quería llamarse… no sé, Daniel? Sí, Daniel le gustaba. Hubiese podido escoger algo más extravagante, sin duda, pero no se trataba de llamar la atención por la rareza de su nombre, simplemente se trataba de poder decidir por sí mismo. Su nombre desde entonces sería Daniel, al menos por ese día. Claro que no fue una ocurrencia al azar, varias veces lo habían llamado así por equivocación. Tal vez, pensó, siempre debió llamarse así.
Como si alguien lo hubiera jalado del polo, retrocedió dos pasos y miró hacia el interior de un café. Cerca a la ventana, una pelirroja ocupaba sola una mesita para dos, ojeaba su celular y por momentos miraba alrededor. ¿Carla? Le vino de pronto un terrible impulso por salir corriendo, pero otro pensamiento lo detuvo. «Daniel no es un cabro. Daniel sí se atreve.» Y se sintió transformado, como si un espíritu de macho alfa lo hubiera poseído por completo. Buscó su reflejo en el cristal y éste le guiñó el ojo; decidió entonces entrar al café y caminó con la extraña sensación de que su sonrisa brillaba, que cualquier chica podría derretirse tan solo con un pequeño coqueteo suyo. Se sentía Daniel.
«¿Hola, esperas a alguien?», dijo Diego con un tono de voz que ni él pudo reconocer por lo seductor. A primera instancia la chica se volvió hacia él con una aparente intención de desprecio, pero al verlo sonreír el semblante le cambió, como quien es sorprendida gratamente. «Ah… sí, espero a alguien.», dijo ella. «Bueno, evidentemente todavía no llega, así que puedo hacer más entretenida tu espera.», dijo y se sentó. La chica asintió con una sonrisa boba, pero al instante frunció el ceño. Estaba por decir algo pero… «Soy Daniel, mucho gusto.» Le dio la mano. «Ah, justo te iba a preguntar tu nombre. Es que por un momento me recordaste a alguien.», dijo ella. «¿Ah sí, y se puede saber a quién? ¿Un modelo tal vez?» Ella rio. «No, no. A un chico que estaba en mi colegio. Pero uf… años que no lo veo. Tienes un aire... pero no hay forma de que él se le acerque así a una desconocida… no creo que haya cambiado tanto.» «¿Era así de guapo?», dijo Diego modelando su rostro con la palma de la mano. «Eres un poco presumido...». Diego rio. «¿Y eso te gusta no?» dijo y cogió el vaso de jugo que ella tenía a su lado. «¿Puedo no?», dijo levantando la mirada cuando ya había sorbido la cañita un par de veces. Ella sonrió incómoda. «Diego», dijo ella en voz casi inaudible. Diego se atoró con la bebida. «¿Ah?», replicó nervioso. «El amigo al que me recordaste —dijo ella—, se llama Diego.» «¿Diego qué?» «Valenzuela» «¿Diego Valenzuela? ¿Dieguito? ¿Un flaquito todo buena gente?» «¡Sí, exacto! ¿Lo conoces?» «Diego es mi primo.» «¿Es en serio? Con razón pues.» «Pero no me vas a decir que me parezco a él. Bueno, algo tendremos por la sangre, pero nada, él es un pavo.» Ella guardó silencio, pensativa. «Espera… no me digas que tú eres Carla.» Ella lo miró sorprendida. «Sí, ¿por?» Diego soltó una fingida risotada. «Dieguito siempre me hablaba de ti cuando estaba en el cole; me hablaba de una pelirroja de la que estaba templadazo, por eso lo relacioné. Asu… quién diría que mi primo tenía tan buenos gustos. Ahora entiendo por qué no se atrevía a lanzarse contigo… mucho lote para él.» Ella dejó caer la mandíbula en una genuina expresión de asombro. «Espera… ¿Diego estaba enamorado de mí?» «Toda la secundaria.» «¡No hay forma! ¿Y por qué nunca me dijo nada?» Diego se encogió de hombros. «¡Diego fue mi amor platónico por AÑOS!» «¿Qué?» «En serio… viajábamos en la misma movilidad desde sexto. Yo siempre dejaba un asiento a mi lado para que él se siente… pero el sonso siempre se pasaba de largo. ¡Pensé que me odiaba!» «¿En serio te gustaba Diego? ¿Dieguito?» «Te digo que sí…¡Ay, no puedo creerlo! ¡Cómo no intentó siquiera hacerme el habla!» «¿Como yo ahorita?» Ella sonrió a duras penas. «Diego siempre fue un poco lento.», dijo él. «Así me gustaba...» «¿Pero no te hubiera gustado que se parezca más a mí?» Ella arqueó las cejas y bajó la mirada hacia su vaso vacío. «No —dijo—, definitivamente no.»     

sábado, 4 de octubre de 2014

Sumergia

Se sumergió, hermosa, en un sueño de amor. 
Y cuando se dio cuenta de que el aire se acababa, 
ya estaba demasiado hondo como para pensar en volver.


sábado, 9 de agosto de 2014

El viaje de Ana Paula



La noche en que recibí la noticia me vino la idea de un viaje, un viaje donde se pierde absolutamente todo contacto, desde donde no se pueden escribir cartas ni enviar postales, recibir llamadas ni dejar mensajes. Sí, ahí debía estar Ana Paula.

Llevaba un poco más de tres meses manteniendo contacto inter-diario con ella antes de su desaparición. Nos habíamos “conocido” por internet (una curiosa historia que no viene al caso contar ahora). Durante las primeras semanas de amistad tuve que luchar aguerridamente contra mi flagelante ansiedad por hablarle. ¿Qué tanto debía escribir durante nuestras conversaciones para no parecer desesperado pero tampoco indiferente? ¿Cuándo debía tomar la iniciativa del saludo y cuándo debía esperar a que ella lo hiciera? Si mis mensajes aparecían como leídos pero sin respuesta, entonces empezaba a auto maldecirme: ¡debía haberme aguantado! ¡Cuando ella me escribiera le haría lo mismo! Pero apenas su nombre aparecía en mi bandeja de entrada olvidaba mis impulsivas promesas de orgullo; otra vez todo era perfecto y yo era feliz.

Al cabo de un mes mis conflictos internos habían casi desaparecido por completo. Apu (como me había pedido que la llame) se mostraba cada vez más interesada en conocerme y dejarse conocer; hasta llegué a darme el lujo de no escribirle durante una semana entera para ver si ella decidía retomar el contacto, y lo hizo. Por medio de fotos instantáneas me mantenía al tanto de sus movimientos: dónde andaba, con quiénes y hasta qué comía. Todo esto sin ninguna pisca de dependencia por su parte ni de control obsesivo por la mía. La diferencia de horarios dejó de ser un inconveniente durante nuestras largas charlas nocturnas. Su padre roncaba muy fuerte, los gotones repicaban en el cristal de su ventana haciéndola asustar y su gata ya no maullaba desde que la operaron.

Con una tristeza casi ridícula me explicó que no podríamos hablar por un par de semanas ya que viajaría a otro pueblo para presentarse en un evento nacional de danza contemporánea y no llevaría su teléfono inteligente por equis motivos. Lo lamenté en un tono más bien irónico y me despedí sin mucha emotividad. Me gustaba sentir que empezaba a tener el control.

Las dos semanas se fueron a hurtadillas. Debió ser que su efusivo “te voy a extrañar mucho” generó en mí exactamente el efecto contrario.

La tarde en que Ana Paula debía estar de vuelta no recibí ningún mensaje. Revisé mi bandeja un par de veces y luego me prometí a mí mismo no volver a hacerlo hasta el día siguiente. Pero al día siguiente su foto con los labios fruncidos seguía sin aparecer en la cabecera de mi bandeja. Así pasó una semana y media más durante la cual todo el autocontrol del que ya empezaba a hacer alarde se desvaneció por completo. Por las noches renegaba de ella, de la facilidad que tiene la gente para olvidarse de los amigos, y hasta empezaba a dudar de si todas las cosas bonitas que Ana Paula solía decirme eran reales o solo cosa de mi malinterpretación. Visitaba su “muro” cada quince minutos a ver si publicaba algo, si comentaba alguna foto o tenía alguna interacción, pero nada. Pasé varias noches volviendo una y otra vez sobre nuestras conversaciones, releyendo las líneas en las que, según yo, ella había manifestado interés y gusto hacia mí; hasta llegué al punto de memorizarme algunas frases.

Recién a la tercera semana de haber vuelto de su viaje un mensaje de Ana Paula saltó en mi bandeja. En la pre-visualización solo se llegaba a leer la última línea: “Lamento no haberte escrito antes. Lo siento mucho”.

¡Ja! ¿Ella lo sentía? Pues lo sentiría más porque yo también sabía hacerme esperar. Pero mi huelga no pasó de las dos horas, luego me volqué sobre la computadora con el corazón que me brincaba de emoción por poder al fin, después de casi cinco semanas, volver a saber de ella:

Estimado Jorge, te habla la mamá de Ana Paula. Debo darte la terrible noticia de que Apu ha muerto. Todos estamos consternados y sin hallar consuelo por la partida de nuestra niña. Ahora mismo te escribo entre lágrimas, solo para decirte que Apu te tenía siempre presente, y que la noche en que ganó el trofeo de primer lugar me pidió desesperadamente que por favor entre a su facebook y que te la pase. ¿Se le ve muy feliz no? Guárdala, fue su última foto.
Lamento no haberte escrito antes. Lo siento mucho.

Supuestamente era su madre quien me hablaba, pero yo veía la misma foto de la chica de labios fruncidos. Pensé que Ana Paula se había inventado esa historia para deshacerse de mí, para no tener que explicarme que había empezado a salir con un chico que conoció en el viaje. Guardaba la esperanza de que su nombre apareciera una vez más en la cabecera de mi bandeja, de leer en mis noticias que Ana Paula Vinatea había actualizado su estado hacía un momento, que había pasado de estar soltera a estar en una relación, pero en su “muro” solo se leía una actualización de estado de hacía casi mes y medio:

“mee voy de viajeeeee!”

martes, 24 de diciembre de 2013

Acariciar el momento



    Hacía un calor extraño. No producía sudor pero incomodaba la respiración. Daniel no aguantó más y se dirigió a la terraza del segundo piso. Se apoyó en la baranda metálica con el torso desnudo y sintió complacido el frío en el vientre. Los cohetes ya empezaban a reventar en hilera: Cada año la navidad llegaba más rápido. O quizás cada año él la esperaba con menos ansias, o quizás simplemente ya no la esperaba. En seguida creyó que ése podría ser el tema para la columna que debía publicar antes de la medianoche en la revista virtual. Pero no, no lo entusiasmaba. Empezó a sentirse ansioso y maldijo el momento en que se comprometió con su jefe en escribir algo por navidad. ¡Por Dios, era navidad! Cualquier discurso cursi sería bien recibido por sus lectores. Pero ése había sido siempre el gran problema de Daniel: si no tienes nada nuevo que decir, mejor no digas nada. Era como una ley auto impuesta que últimamente le había estado trayendo dificultades en el trabajo.
    —¿Mirando las estrellas titilar? —dijo una voz ronca por detrás suyo—¡Mariconadas!
    Daniel se volvió hacia la sala. Soltó una carcajada al ver al tío Ronald vistiendo solo un bóxer mientras una falsa barba blanca le adornaba la cara y un gorro de Papanoel ocultaba su calvicie.
    —Qué pasa. ¿Papanoel no tiene derecho a refrescarse las bolas un poco? —dijo el tío con fingida seriedad.
    —Claro que sí —dijo Daniel sin dejar de sonreír—. Será una larga noche para el viejo.
    El hombre dio unos pasos y se apoyó también en la baranda justo al lado de su sobrino.
    —Ya, habla. Qué te pasa —le dijo y le dio dos palmaditas en la espalda antes de abrazarlo por encima del hombro.
    —Hmmm… Nada importante, tío.
    —Mira, no te voy a regalar ni un carajo por navidad, así que aprovecha que te estoy ofreciendo un poco de mi tiempo. No te cobraré por el consejo.
    Daniel rió sin dejar de mirar al cielo. Ni una estrella a la vista.
    —Bueno, nada. Tengo que escribir una vaina por navidad para la columna de la revista y estoy bloqueado. Me quedan menos de tres horas; quieren publicarlo exactamente a las doce.
    —Chuta. Estás cagado.
    Daniel se carcajeó. Lo miró de tres cuartos y le sacó el dedo medio:
    —GRACIAS POR LA NOTICIA.
    Ambos rieron y perdieron su mirada entre las calles decoradas con luces multicolores.
    Luego de un breve silencio el tío Ronald tomó la palabra:
    —Si el año pasado hubiese sabido que esa era la última navidad que iba a tener vivo a mi viejo quizás la hubiera aprovechado más. Pero esas cosas nunca se saben, así que está bien. Creo.
    —¿A qué te refieres con aprovechar más?
    El tío Ronald se acarició la barba postiza y frunció los labios.
    —Bueno, no recuerdo nada en especial de esa noche. Eso significa que la viví como cualquier otra noche. Tal vez hubiese tomado muchas fotos, hubiera filmado, me hubiera cagado de risa de todos sus chistes a pesar de ser malos y repetidos… —calló un instante y sonrió— No sé, me hubiera quedado con él conversando de estupidez y media hasta el amanecer. Lo hubiera abrazado. Le hubiera dicho que lo amaba un culo… —aclaró la garganta al darse cuenta de que su voz amenazaba con empezar a temblar. Apoyó ambas manos en la baranda y soltó un suspiro más parecido a la resignación que a la tristeza; finalmente añadió—: Mierda, cómo extraño al viejo.
    Daniel se volvió hacia su tío y lo observó con detenimiento. Intuyó que la marea de los recuerdos se había alzado y prefirió no interrumpirlo en ese momento de introspección. Pensó en las palabras que acababa de oír y, como iluminada por un relámpago mental, una frase apareció ante sus ojos: Acariciar el momento. Sí, era una buena frase para resumir el discurso de su tío. De pronto supo que tenía el título para su artículo de navidad.

martes, 25 de junio de 2013

Mamá es de Júpiter

     


     Desde muy pequeño, la idea de que mamá era extraterrestre empezó a deambular por mi cabeza, y con el paso del tiempo llegó a convertirse en la inquietud que me cobró innumerables noches de sueño. 

     Cada vez que no encontraba algo en mi cajón iba a donde ella y le decía que no estaba. Ella hinchaba las fosas nasales, exhalaba por la nariz y con esos inconfundibles párpados cansados me miraba como diciendo: ¿otra vez? «En serio má. Ya busqué bien.», solía responder yo prolongando la última sílaba de cada frase como entonando una melodía de queja.
     Recuerdo ver su menuda figura cruzarse frente a mí y alejarse en dirección a mi cuarto. Mientras andaba, murmuraba entre dientes cosas como: «Nada pueden hacer solos. Siempre la misma historia.» entre otras filosóficas reflexiones propias de una madre ama de casa. «¡Emiliano!», la escuchaba gritar, y desde mi lejanía ya sabía que ella había encontrado la prenda, pero que seguramente no la había movido de su lugar para poder restregarme en la cara lo ciego que era. ¿Cómo lo hacía? ¡Si yo mismo había buscado una y otra vez! Llegué realmente a pensar que mi madre tenía habilidades extraterrestres pero no tenía con quién compartir esa, aunque ya no a mi parecer, descabellada ocurrencia. 
     Cierto día, mientras mi papá veía tele y yo fingía estar haciendo cálculos matemáticos en mi mente, escuché a un señor de la tele decir que nuestro planeta estaba repleto de seres extraterrestres disfrazados de humanos. Según él, estos seres secuestraban a las personas y tras una serie de experimentos lograban copiar con una exactitud de miedo cada rasgo físico y emocional. Luego las dormían indefinidamente y suplantaban su identidad adecuándose a su entorno social, familia, trabajo, etc., con el fin de cumplir no sé qué misión. Ellos provenían de Júpiter y tenían poderes especiales. Entonces todo cobró sentido: ¡Dios mío! ¡Mamá era de Júpiter!
     ¡Pero eso no era todo! En ese programa decían que la forma de comprobar si algún conocido era extraterrestre era haciendo "la prueba del micrófono". Escuché con atención las instrucciones y apunté mentalmente cada paso. Decían que los "jupiterianos" hablan en su idioma nativo durante las madrugadas mientras duermen. Estaba decidido a llegar hasta las últimas instancias. Preparé todo, y dos días después puse en marcha el plan maestro. 
     

     Una noche, mientras mis padres entretenían a un tío mío en la cocina hablando de noticias y otras cosas de grandes (¡aburrido!), sigilosamente me escabullí en el cuarto de mamá. Instalé un pequeño micrófono exactamente entre el colchón y la madera del cabezal, y me fui a dormir con unos audífonos conectados a un viejo aparatito, el cual oculté en el cajón de mi mesita de noche. Todo este mecanismo fue cortesía de Andrés, el ñoño de mi vecino que sólo me prestó sus aparatos con la condición de que le haga durante toda una semana la tarea de mate (claro que se la hice mal a propósito, por ñoño). 

     Esperé aprisionado entre mis sábanas de Batman lo que para mí fueron horas. Suaves luces que provenían de la calle se infiltraban por el espacio desnudo de la ventana, y sombras multiformes se dibujaban en mi pared blanca. Me preguntaba qué pasaría de funcionar el plan: ¿qué haría yo? ¿Cómo le contaría a papá? Me estremecí al imaginar a mi mamá (la verdadera) secuestrada en una máquina interespacial, dormida profundamente. Desde esa dimensión desconocida de los sueños, ella me decía a gritos que yo era su única esperanza. Recuerdo que fue exactamente a las 00:37 que empecé a sentir movimiento al otro lado. Me senté, abrí el cajón y subí el volumen del aparato. Apreté los auriculares a mis oídos y sentí cómo las manos me temblaban. Los sonidos se fueron agudizando poco a poco y, entonces, tuve el trauma de mi vida.
     Nueve meses después nació mi primer hermano.

lunes, 11 de febrero de 2013

La anciana del faldón azul



El chico encuentra, contra todo pronóstico, un asiento desocupado detrás del chofer. Se apresura hacia él  mientras piensa que ese carro debe haber sido invisible para no estar repleto en plena hora punta. Inclina el cuerpo para acomodarse pero un pedazo de papel tamaño volante que está sobre el asiento llama su atención. Lo toma y le da una ojeada mientras posa su cuerpo sobre el cuero viejo. Ahora escuchen esto, ustedes que dicen... blah, blah, blah... Santiago no sé qué y no sé cuántos, piensa mientras lee superficialmente. Probablemente cortesía de un ex drogadicto predicador que subió a vender chicles. Dobla el papel en dos y lo guarda en el bolsillo de su polo –más por respeto al medio ambiente que por interesarle el contenido–. Pone su morral en su regazo. Apoya la nuca en el respaldar y levanta un poco el cuerpo para luego introducir su mano izquierda en el bolsillo trasero. Saca una billetera tan desgastada que, de intentarlo, no tendría forma de comprobar que es de marca Renzo Costa –cosa que no le incomoda en lo más mínimo–. Le pasa la voz al cobrador con un fresco choche, y le paga su pasaje cruzando mentalmente los dedos para que el joven de camisa celeste no le diga que faltaban veinte céntimos (en Lima uno nunca sabe cuándo a un cobrador se le ocurrirá cambiar la tarifa con la excusa del alza del petróleo o escudándose en un tarifario que respeta tanto como a la señal de “Paradero Prohibido”). No recibe ninguna objeción, así que guarda la billetera y saca una delgada separata fotocopiada de su morral. Gracias Carla, dice en su mente, y se sumerge en la lectura.  
       
      ¿Cuánto le costó el bus?

     El chico alza un poco la mirada casi sin mover la cabeza. En el asiento del copiloto visualiza de reojo un faldón azul. Puntos blancos desfilan a lo largo y ancho de la prenda.  Un poco más arriba, una blusa con motivos florales tejidos, y detrás del atuendo una anciana que mira atentamente al chofer con una curiosa expresión de intriga.

      Es de ocasión –dice el moreno conductor en tono serio sin dirigir la mirada hacia la anciana. No parece muy interesado en entablar una conversación.
      Oh… mejor aún –opina ella.

     Sin entender a lo que el hombre se refiere con de ocasión, el chico vuelve la mirada hacia el conjunto de papeles engrapados que sostiene en manos. Trata de retomar la lectura, pero de pronto las letras empiezan a saltar de un lado a otro debido al accidentado camino. Cierra y abre los ojos en un frustrado intento por aclarar la visión. Empieza a marearse.

      Bonito está. ¿Cuántos asientos tiene?
     Otra vez esa temblorosa voz.
      Treinta y seis.
     Otra vez esa cortante respuesta.

     Al caer en la cuenta de que su lucha es tan inútil como tratar de leer mientras se monta un potro salvaje, el chico desiste del intento y decide prestar atención a la conversación. Deposita sus manos sobre el morral apoyado en sus piernas sin soltar la separata y dirige la mirada hacia la anciana. La estudia detenidamente. De pies a cabeza. Es una señora de muy avanzada edad. Él es malo calculando lo años de una persona a simple vista pero puede apostar que ella, en su último cumpleaños, no celebró un año más de vida, sino uno menos. Cuantos fueran sus años, lo cierto es que parecen haberse acumulado sobre sus párpados dando forma a unas bolsas de piel que descienden en línea curva hasta dibujar unas vistosas patas de gallo en el rabillo de cada ojo. Apariencia modesta pero elegante. Al observar las arrugas que surcan su piel, el chico piensa que, de haber hormigas aficionadas al rally, ese rostro sería el recorrido de ensueño para una competencia Dakar. Suelta una risita silenciosa al reflexionar en tal ocurrencia.  

      Yo tenía un bus también. Ahora está en provincia –dice la vetusta señora mientras recorre el pasillo del vehículo con la mirada. El ceño fruncido y los ojos entrecerrados dejan en claro que ver más allá de sus narices no le es cosa fácil–. Ahora quiero uno nuevo, pero ¿están caros no?

     ¿Uno nuevo? ¿La vieja tiene planes «a futuro»?piensa el chico.
     El chofer parece coincidir en el pensamiento con él ya que por primera vez se vuelve hacia la anciana para mirarla directamente al rostro. La observa con el entrecejo fruncido por dos segundos y luego retorna la mirada hacia el frente.

      Letras de dos mil dólares.
      Wau… –exclama ella con una expresión de sorpresa propia de un niño–. Si fuera china podría comprarme uno. Los chinos ponen su chifa y ganan tres mil o cuatro mil dólares al mes. Imagínese.

     El conductor no puede más mantenerse serio ante tal comentario. Suelta una risa acompañada de un movimiento de hombros. Ella también ríe. Sus labios no se separan mucho, pero sí lo suficiente como para dejar ver unos cuantos dientes inferiores que habrían sobrevivido sabe Dios a cuántos cientos de cepilladas.

      Es en serio, joven–dice la anciana con una voz entrecortada por la risa.

     El chico se siente seducido ante tal escena, hasta conmovido sin entender bien por qué. Esboza una sonrisa y vuelve a observar detenidamente a la abuela mientras ella sigue con su discurso.

      Los chinos llegan con los pies en el suelo y después de unos meses… Pero los peruanos, nada. No nos gusta trabajar, sólo dormir –extiende el brazo izquierdo y abre la mano para referirse a los pasajeros–. Ahorita todos están yendo a su casa a dormir.

     El chofer apoya la nuca en el respaldar del asiento y se echa a reír a carcajadas. El chico tampoco puede contener esta vez la risa. Pero no emite sonido, sólo deja salir aliento por la boca mientras su abdomen se contrae una y otra vez. Es una sensación extraña la que siente. Sin darse cuenta, una tierna anciana de faldón azul lo ha encandilado. Observa sus canas. Sus mechones son semejantes a dunas de nieve. Se pregunta cuánto tiempo ha tenido que pasar para que el pigmento de cada una de esas hebras se esfume sin dejar rastro. Dónde habrá ido a parar cada uno de esos cabellos que se desprendieron de su cabeza en algún instante de su vida. Cuántos recuerdos la desbordarán en sus noches más nostálgicas. Cuántas historias con detalles inventados podría contar tratando de hacer creer que su memoria sigue intacta.
     Mientras más piensa, más se estremece. Baja un poco la mirada y se topa con unos ojos grisáceos. Quizá alguna vez fueron color miel. Al imaginarlo, la visualiza joven. Hermosa. Cabello castaño. Sonrisa angelical. La misma falda, pero con la basta treinta centímetros más arriba. Lima en los años cuarenta. Puede figurárselo de una manera verosímil gracias a las anécdotas que su abuelo le contaba. Pelo ondeado, al estilo de la época. La ve soplando la vela de su quinceavo cumpleaños. Caminando bajo la lluvia. Dentro de su imaginación, una suave melodía de Richard Clayderman acompaña la película de imágenes. La ve chapoteando y humedeciendo su cuerpo a la orilla del mar. Corriendo. Saltando. Bailando. La ve coqueteando. Su primer beso. La ve en pijama chismoseando con sus amigas. La ve en plena madrugada recostada en el marco de una ventana, con el viento haciendo que su cabello flote mientras trata de imaginarse cómo será su vida de ahí a diez años. La ve desnuda caminando de espaldas hacia la bañera. La ve en una fiesta, sonriente por los efectos del vino y desbordando alegría mientras cree, aunque inconscientemente, que la belleza y juventud son eternas. De pronto, la anciana vuelve su rostro hacia él por encima del hombro y ambos sostienen la mirada. La sorpresa lo trae de vuelta al tiempo presente. La mirada cansada. La piel estrujada. El cuerpo encorvado. Entonces una figura lo conmueve hasta las entrañas: Ve a la misma joven, pero ahora aprisionada en un cuerpo decrépito. Detrás de esos ojos, la hermosa chica pide auxilio desesperadamente. No quiere morir. Se resiste a pensar que sus días están prontos a terminarse. Pero ese cuerpo que la ha tomado cautiva la ha sentenciado a muerte, y esa sentencia es irrevocable. Él trata de imaginar qué debe sentir esa mujer al saber que su vida gira como una rueda sobre una pendiente hacia un eterno abismo, y cuando lo imagina, una ola de angustia lo revuelca. Una lástima que nunca había experimentado le oprime el pecho al contemplar a la anciana y pensar que, mientras que a él le queda tanto futuro por delante, a ella no le queda más que el pasado y unas cuantas migas del presente. Inclina el rostro y se mira las manos. Jóvenes. Vigorosas. Sus articulaciones intactas. Su piel lisa. Se palpa la cabeza y disfruta el punzón de esos diminutos cabellos erguidos. Es bueno saber que recién es cachimbo. Es bueno ser joven aún. Se alegra de tener tanto camino por recorrer, de no tener que buscarle conversación a extraños porque quizá en casa ya todos se fueron. Él acaba de abrir el libro de la vida y ella está a punto de cerrarlo, y aunque le da lástima por ella, le reconforta saber cuán larga es la vida.
   
      ¡A ver, quién baja Circunvalación!

     La ronca voz del cobrador le hace saber que ha llegado a su destino. Se pasa la tira del morral por encima de la cabeza. Pone la mano izquierda sobre el respaldar del chofer para tomar impulso y pararse. Al darse cuenta de que el chico ya se baja, la anciana asiente suavemente sin apartarle la mirada como indicándole que puede seguir su camino. El chico dibuja con la boca una curva sin lograr formar una sonrisa, como quien se despide de un enfermo terminal tratando de hacerle pensar que todo estará bien. Se pone de pie y da un par de pasos hacia la puerta. Con una mano se sostiene de la barra metálica horizontal que pende de los extremos del bus esperando que el vehículo baje la velocidad y se pegue a la derecha. Con la otra mano sostiene la separata que no pudo leer. El vehículo disminuye la velocidad hasta detenerse. 
  
      ¡A ver, aprovechen los que bajan Circunvalación! ¡Doblo a la izquierda!
      Oye, tienes que pegarte a la derecha. No podemos bajar aquí –protesta una joven en sastre.
      Ya pe amiguita, colabore. Aproveche que está en rojo.

     El chico ignora el intercambio de palabras. Está apresurado. Su enamorada aguarda su llegada y no es buena idea hacerla esperar demasiado. Sobre todo hoy que cumplen oficialmente un mes de pareja; una extensa demora le malograría el humor y, por ende, la noche entera. Baja del carro en dos saltitos. Piensa en la anciana: ella no podría ni soñar con dar saltitos tan ágiles como aquellos. La añosa señora, aún dentro del bus, empuja la ventana a duras penas y el viento desata una tormenta de nieve sobre su cabeza. Mientras tanto, cinco pasos separan al chico de la vereda. Ella tose. Él respira con demasiada facilidad. Ella se recuesta sobre el asiento y se toma el pecho. Él abre el bolsillo principal del morral, y cuando está a punto de introducir la separata en el mismo, escucha el estruendo de una bocina. Gira el rostro hacia la derecha, y antes de poder ver nada, las luces se apagan. Su cuerpo da vueltas sobre el capot del auto; tan velozmente que es imposible contarlas. Su frente golpea el asfalto, y luego el resto de su cuerpo le sigue. 
     Un pedazo de papel plegado se mece en el aire, desciende lentamente y se posa sobre el suelo a menos de cinco centímetros del rostro del chico que yace boca arriba. Un enunciado divino, una conspiración del universo, o simplemente una caprichosa coincidencia, pero este es el mensaje que esa hojita lleva impreso:


“Ahora escuchen esto, ustedes que dicen: «Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad, pasaremos allí un año, haremos negocios y ganaremos dinero.» ¡Y eso que ni siquiera saben qué sucederá mañana! ¿Qué es su vida? Ustedes son como la niebla, que aparece por un momento y luego se desvanece. Más bien, debieran decir: «Si el Señor quiere, viviremos…”


Santiago 4.13-15


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martes, 24 de julio de 2012

El hombre que perdió el foco


–        ¿Se puede? preguntó el joven agente Silvano Velarde entreabriendo la puerta y asomando la cabeza hacia el interior de la oficina principal de la Academia Force.  
–        Sí, por favor; adelante respondió el mayor Sánchez levantando la mirada de su escritorio y deslizando sus gafas hasta la punta de la nariz. 

Silvano entró sin poder ocultar su nerviosismo. Durante la última semana su posible ascenso como Líder de la Fuerza Especial era el único tema del cual se hablaba entre los agentes de la Academia Force.  Silvano era sin duda un agente destacado. En las misiones a las que había sido enviado durante los últimos seis meses como líder del Escuadrón 7 había alcanzado un puntaje no menor al noventa y cinco por ciento de efectividad. Robos interrumpidos, persecuciones exitosas, y hasta ataques terroristas frustrados eran algunas de las hazañas que mostraba su historial. Sin embargo, para que Silvano pueda calificar como Líder de la Fuerza Especial, era necesario que pase la prueba de fuego.

–        No hay tiempo para rodeos agente Velarde  dijo el mayor Sánchez frunciendo el entrecejo con un tono bastante serio mientras retrocedía su asiento y posaba ambas manos sobre su escritorio–. Calle Floresta 321, altura de la cuadra 52 de la Avenida Sur–continuó–. Esta es su prueba de fuego oficial Velarde, confío en usted. Enfóquese en su objetivo, y por nada del mundo se detenga en el camino.
–        Sí, señor. No lo defraudaré –afirmó Silvano con voz firme e irguiéndose.
–      Afuera lo esperan los agentes Núñez y Castillo. Ellos irán en el mismo vehículo que usted; estarán para apoyarlo en todo, pero el responsable de la misión es usted. Detrás suyo le seguirán cinco escuadrones de la Fuerza Especial y sólo irán por donde usted los guíe.  Que Dios lo acompañe.

Silvano asintió y dando media vuelta emprendió la carrera. Afuera lo esperaban todos listos para partir. Subió al vehículo y arrancó. Todos los otros vehículos de la Fuerza Especial lo seguían de cerca. Silvano Velarde conocía muy bien la ciudad, desde las rutas más transitadas hasta los atajos más escondidos. Aunque no sabía de qué trataba esta misión, estaba decidido a culminarla con el cien por ciento de efectividad. Nada podría desenfocarlo, nada excepto…

–        ¡Mire! –exclamó el agente Núñez desde el asiento trasero. 
–        ¿Pero qué sucede agente Núñez? –respondió Silvano tras haber dado un pequeño salto por la impresión.
–        Mire hacia su mano derecha agente Velarde –Silvano giró su rostro sin dejar de manejar. Dos cuadras más adelante había una anciana que parecía tener la intención de cruzar la pista sola–. Mire a esa anciana, debemos bajar a ayudarla –sugirió el oficial Núñez.
–        ¿Está usted bromeando agente Núñez? ¿No se da cuenta que estamos en medio de una misión muy importante? No podemos darnos el lujo de detenernos. –replicó Silvano.
–        Pero agente Velarde, ¿acaso su misión no es cuidar a la gente más débil? Sólo será un minuto y tendrá la satisfacción de haber hecho una buena obra. Esa anciana se lo agradecerá, y no sólo ella, sino también su familia que debe estar esperándola en casa.

Ese argumento sonó bastante convincente. Silvano suspiró profundamente; no podría cargar con la conciencia de haber dejado a una abuelita a su suerte, sus principios morales le decían que debía detenerse. Entonces dio una señal a todos los escuadrones que venían detrás para que se detengan y se estacionó a unos pocos metros de la abuelita. Él mismo bajó y la ayudó a cruzar. Ella se lo agradeció muchísimo y siguió su camino. Silvano regresó al vehículo y tuvo la sensación de haber salvado al mundo. El agente Núñez tenía razón, había sido sólo un minuto y había valido la pena. En seguida dio la señal y todos emprendieron nuevamente la marcha.

Silvano se preguntaba en qué consistiría esta misión que se le había encargado, ya que el mayor Sánchez no le había dado mayores detalles. Avanzaron unas cuadras.  Y de repente…

–        ¡Un robo! –exclamó esta vez el agente Castillo pasando la mitad superior de su cuerpo por en medio los dos asientos delanteros.
Silvano giró su rostro hacia donde apuntaba el dedo índice del agente Castillo. Un hombre encapuchado amenazaba con un arma a un joven mientras otro hacía una excursión por sus bolsillos. 
–        ¡Tenemos que ayudarlo! –exclamó nuevamente el agente Castillo.
Silvano titubeó. No que le tenía miedo a un par de malhechores comunes, pero detenerse otra vez lo desviaría de su misión.
–        ¿Acaso su misión no es luchar contras las fuerzas del mal, agente Velarde? –inquirió enseguida el agente Castillo como leyendo sus pensamientos–. Además, el mayor Sánchez lo reconocerá de una manera especial por hacer aún más de lo que le mandó y sin duda le otorgará el cargo de Líder de la Fuerza Especial.

Ante tantos argumentos lógicos, Silvano no pudo evitar dar nuevamente la señal a todos los escuadrones que lo seguían para detenerse.
Los tres agentes bajaron y rápidamente redujeron a los dos delincuentes. En eso llegó la policía y, tras agradecerles a los tres agentes por su intervención, se llevaron a los delincuentes esposados. El joven, quien no había sufrido ningún perjuicio gracias a la oportuna intervención de Silvano, se le acercó agradecido y se despidió tras decirle: Es usted un verdadero héroe. Y así se sentía Silvano.

Rápidamente ocuparon sus vehículos y retomaron la misión. Con estos dos logros extra, más la misión que estoy por cumplir, el jefe estará orgulloso de mí; pensó Silvano. Pero no fueron sólo dos logros extra, sino también un niño que no alcanzaba al timbre, un ciego que estaba a punto de pisar un charco, y hasta un gato que no podía bajar de un árbol. Cualquier excusa se volvió lo suficientemente importante como para desviarlo del camino.

El viaje, que no debió demorar más de veinte minutos, demoró dos horas. Pero finalmente Silvano y todos los escuadrones de la Fuerza Especial que lo seguían llegaron al lugar indicado. Grande fue la sorpresa de Silvano cuando encontró una vivienda muy grande en escombros y rodeada de prensa y gente lamentándose. Tapados con periódicos yacían algunos cuerpos en el suelo. Un oficial de la policía se le acercó y le informó que dos hombres bomba habían tomado el lugar, el cual era un albergue de niños, y tras no recibir por parte de la policía una negociación convincente, decidieron detonar los explosivos. Cincuenta y seis niños y seis adultos habían muerto instantáneamente, además de los delincuentes, informó el policía.

–        Nos dijeron que un agente especial de la Academia Force que estaba capacitado para este tipo de situaciones se dirigía hasta aquí, pero nunca llegó. El oficial Silvano Velarde, ¿lo conoce? –preguntó el policía sin poder ocultar su indignación.

Silvano cayó de rodillas al suelo y lloró amargamente. En ese momento entendió que no se trataba  de su ascenso ni aún de sentirse bien con su conciencia; sesenta y dos personas inocentes habían muerto porque él no supo decir “no” y se desenfocó de su objetivo.

Pero de pronto algo sucedió. Todo quedó en silencio. Silvano levantó la mirada. Los cuerpos que yacían en el suelo empezaron a levantarse y Silvano casi se desmaya al reconocer a cada una de esas personas. Eran la abuelita que no podía cruzar la pista (quien en realidad era una mujer disfrazada de anciana), el joven que habían intentado asaltar, el niño que no alcanzaba el timbre, y cada uno de los personajes con los que se había topado momentos antes y lo habían desviado de su camino. El tumulto de gente se abrió y desde atrás salió el mayor Sánchez, quien caminó hasta donde estaba arrodillado Silvano y le extendió la mano. Silvano, sin entender nada, tomó la mano del mayor y se puso de pie.

–        Fallaste hijo –dijo el mayor Sánchez con una mirada de desilusión y una profunda tristeza. Silvano bajó la mirada–. Pero tranquilo, todo esto es un montaje. Todos son actores contratados para el cierre de tu prueba. No sólo ellos, sino también cada persona con la que te topaste en el camino.

Silvano empezó a mirar cuidadosamente a cada persona que rodeaba la escena y notó muchos rostros conocidos que lo miraban con pena. Entonces lo entendió; todo era parte de la prueba, y él había fracasado.

–        Nunca dudé de tus capacidades, pero las capacidades sin un buen enfoque no te bastarán para alcanzar el éxito –continuó diciendo el mayor Sánchez–. Hijo, no fuiste escogido para ser el héroe de la nación, sino para cumplir TU misión.

Una lágrima de frustración empezó a recorrer la mejilla de Silvano. El mayor Sánchez lo abrazó; luego lo tomó por los hombros y mirándolo fijamente le dijo:

–        Te di una gran responsabilidad. Había mucha gente detrás tuyo, y cada vez que decidías detenerte, no sólo te detenías tú sino también todos aquellos que te seguían. La próxima vez no será una actuación, hijo; la próxima vez esta escena será real y mucha gente habrá muerto si tú pierdes el foco. Aún tu conciencia y hasta la gente que te rodea te animará a desviarte con buenas intenciones. Si no tienes claras tus prioridades, fácilmente te desviarás de tu propósito. Tengo algo que darte. Me ha servido mucho y sé que también te servirá.

El mayor Sánchez se quitó una pequeña placa que siempre llevaba puesta en el pecho del saco y se la dio a Silvano. La placa llevaba grabada la palabra “éxito”. Silvano la tomó sin entender el significado de esta.

–        Mírala por dentro –dijo el mayor Sánchez.

    Silvano volteó la pequeña placa y encontró una frase grabada que nunca jamás olvidaría:

"Muchas veces tendrás que dejar de hacer lo bueno para poder hacer lo correcto."


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martes, 31 de enero de 2012

El pequeño Adolfito


   Los gritos de Alois eran como truenos que anunciaban la llegada de una terrible tormenta. Ahí estaba el pequeño Adolfito sentado en la esquina de su cama con la mirada puesta fijamente en la puerta. Estaba temblando. Tenía miedo, mucho miedo. Pero esta vez él no pensaba huir. A sus trece años de edad, Adolfito había tomado la decisión de no volver a llorar nunca más cuando su padre lo azote. Su padre, Alois, había sido hijo ilegítimo por casi cuarenta años. Él no conocía el amor de un padre y, por ende, no podía darle a Adolfito lo que nunca había recibido.

   Después de haber sido un buen alumno en primaria, Adolfito acababa de ser suspendido en su primer año de secundaria y tendría que repetirlo. Alois estaba furioso. Adolfito era la esperanza de la familia. Sus tres hermanos mayores habían fallecido antes de que él nazca, por lo cual todas las expectativas de sus padres recaían sobre él. Lo único que le importaba a Alois era que Adolfito tenga buenas calificaciones para que así llegara a ser funcionario de aduanas como él, empleo del que se sentía muy orgulloso y al que había llegado prácticamente sin una base académica. No quería que su hijo pase por las mismas dificultades. Pero Adolfito no lo veía así. Él tenía el sueño de ser pintor, y perdió todo deseo de trabajar en el colegio como una manifestación del descontento que sentía hacia las presiones de su padre. Su madre, por otro lado, quien era la tercera esposa de Alois, lo sobreprotegía hasta el punto de endiosarlo. Esto ocasionó que Adolfito desarrolle un carácter débil e inseguro de sí mismo. Su mundo era una mezcla de temores y violencia constante.

   Esa tarde el pequeño Adolfito se había propuesto poner a prueba su voluntad enfrentando a su padre por primera vez. No pensaba golpearlo ni insultarlo, sólo había decidido ser indiferente al dolor. Quería ver a su padre lleno de impotencia, la misma impotencia que él había sentido al ser constantemente azotado desde que tenía uso de razón.
   La puerta se abrió de golpe. Ahí estaba Alois. Sus ojos eran dos ventanillas que daban hacia el infierno. La furia lo consumía. Detrás de él estaba Klara, la madre de Adolfito, llorando a mares y suplicándole a Alois que no le hiciera nada a su niño. Pero su llanto no hacía más que ambientar la trágica escena. Alois tenía asida la vara de medio metro y no pensaba soltarla hasta partirla en el trasero desnudo de Adolfito. Y así fue. Adolfito contó golpe tras golpe en silencio. No gritó, no lloró, no emitió queja alguna. Pero su mente gemía de odio hacia su padre. El infierno se encendía dentro de él. Su corazón se había endurecido casi por completo.

   Horas más tarde, ya de noche, Adolfito se escapó de su casa. Sólo necesitaba alejarse de todos por un momento, pero pensaba regresar. Corrió y corrió sin dirección. El vacío que sintió por tanto tiempo había sido rellenado por fantasías violentas y pensamientos de muerte.
   Su carrera sin rumbo fijo lo llevó a un parque que estaba prácticamente desolado y con muy poca iluminación. Recostó su frente en un árbol y presionó los dientes y los puños para tratar de apacentar la furia y el dolor que se desbordaban en su interior. Empezó a golpear con todas sus fuerzas el tronco del árbol hasta que sus puños empezaron a sangrar. Cuando sentía que ya no podía más, una voz masculina intervino desde atrás.
     El dolor en físico nunca te quitará el dolor del alma. Hay una mejor solución.
   Adolfito giró su rostro hacia atrás. Era un hombre alto y rubio. Tenía una especie de sombrerito circular que le cubría sólo una parte de la cabeza. Le sonrió muy amablemente y le extendió la mano con un papel. Adolfito lo tomó y lo leyó a duras penas debido a la poca luz que había.

<<Dios es el Padre que tú necesitas. Jesús murió y resucitó por ti para que puedas ser hecho un hijo de Dios.>>

   Adolfito entendía muy poco del cristianismo, pero en ese momento, sin razón aparente, un profundo llanto se avalanchó desde su interior. El desconocido hombre lo tomó entre sus brazos. Adolfito no pudo contenerse. Empezó a llorar incontrolablemente hasta sentir que no podía respirar más. Pero ese llanto fue como un bálsamo sanador. Toda la furia y el dolor acumulado por años parecían desvanecerse con cada lágrima. Una paz que desconocía lo invadió. Un abrazo… sí, sólo un abrazo desde el corazón de Dios era lo que el pequeño Adolfito necesitaba para poder recobrar el sentido de la vida.

   Pasó casi dos horas conversando con este hombre en una banca del parque. Su nombre era David Goldstein. Era un judío, pastor de una pequeña iglesia cristiana protestante que se ubicaba a unas cuadras de la casa de Adolfito. El pastor David había visto muchas veces a Adolf pasar frente a su iglesia, pero nunca lo invitó a pasar ni se le acercó a hablarle.  Esa noche había sentido en su corazón un deseo muy fuerte por ir a orar al parque, algo que nunca había hecho. Cuando vio a Adolfito, entendió que no había sido una coincidencia y decidió acercarse y hablarle. Tras una larga conversación, Adolfito decidió entregarle su joven vida a Jesús. David invitó a Adolfito a formar parte de los jóvenes de su iglesia, y así fue.

   Alois murió dos años más tarde. Poco antes de su muerte aceptó asistir a la iglesia con Adolfito por primera vez, y cuando oyó el mensaje de salvación decidió entregarle a Jesús lo poco que le quedaba de vida. Esa misma noche le pidió perdón a Adolfito por todo el daño que le había hecho, y en medio de un mar de lágrimas Alois y el pequeño Adolfito se dieron un abrazo intenso y sincero por primera vez en la vida desde que Adolfito tenía memoria.

   Adolfito terminó el colegio con excelentes calificaciones y estudió en una escuela de arte. Viajó por toda Europa exhibiendo sus obras y llevando conferencias en pro de la familia y en contra de la violencia. A los 30, Adolfito se casó y llegó a tener dos hermosos hijos con los cuales desarrolló una relación maravillosa. A los 35 años de edad, escribió una obra titulada Mi Lucha, más conocida como  Mein Kampf en su idioma original. Esta fue una obra autobiográfica en la cual Adolfito, ya maduro y padre de familia, explicaba las malas experiencias de su infancia y cómo su familia superó la muerte de tres hijos, los problemas económicos y la violencia en la que vivieron por tanto tiempo. Este libro vendió alrededor de 240.000 ejemplares e inspiró a miles de familias a salir del dolor y la violencia. Diez años más tarde abrió el primer Campo de Restauración. Era un campo grande que recibía e internaba a cientos de familias con problemas de violencia y adicciones. A través de terapias, consejerías y ayuda espiritual, la vida de cientos de hombres, mujeres y niños fueron transformadas en estos Campos de Restauración que tiempo después también se abrirían en diferentes puntos de Europa alcanzando a millones de personas.  

   Adolfito falleció a los 78 años de edad. Su muerte fue un acontecimiento mundial. Hombres y mujeres de muchas partes del mundo lloraron su partida recordándolo con admiración y agradecimiento.  Pocos días antes de su muerte le pidió a Ann, su esposa, que en su epitafio grabe un mensaje. Y este es el mensaje que hasta el día de hoy se lee en un jardín de la ciudad de Magdeburgo, Alemania:



<<Gracias David. No sé qué hubiese sido de mi vida si nunca me hubieses hablado de Jesús ni me hubieses dado ese abrazo. Eternamente gracias.

Adolf Hitler. >>





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