martes, 24 de julio de 2012

El hombre que perdió el foco


–        ¿Se puede? preguntó el joven agente Silvano Velarde entreabriendo la puerta y asomando la cabeza hacia el interior de la oficina principal de la Academia Force.  
–        Sí, por favor; adelante respondió el mayor Sánchez levantando la mirada de su escritorio y deslizando sus gafas hasta la punta de la nariz. 

Silvano entró sin poder ocultar su nerviosismo. Durante la última semana su posible ascenso como Líder de la Fuerza Especial era el único tema del cual se hablaba entre los agentes de la Academia Force.  Silvano era sin duda un agente destacado. En las misiones a las que había sido enviado durante los últimos seis meses como líder del Escuadrón 7 había alcanzado un puntaje no menor al noventa y cinco por ciento de efectividad. Robos interrumpidos, persecuciones exitosas, y hasta ataques terroristas frustrados eran algunas de las hazañas que mostraba su historial. Sin embargo, para que Silvano pueda calificar como Líder de la Fuerza Especial, era necesario que pase la prueba de fuego.

–        No hay tiempo para rodeos agente Velarde  dijo el mayor Sánchez frunciendo el entrecejo con un tono bastante serio mientras retrocedía su asiento y posaba ambas manos sobre su escritorio–. Calle Floresta 321, altura de la cuadra 52 de la Avenida Sur–continuó–. Esta es su prueba de fuego oficial Velarde, confío en usted. Enfóquese en su objetivo, y por nada del mundo se detenga en el camino.
–        Sí, señor. No lo defraudaré –afirmó Silvano con voz firme e irguiéndose.
–      Afuera lo esperan los agentes Núñez y Castillo. Ellos irán en el mismo vehículo que usted; estarán para apoyarlo en todo, pero el responsable de la misión es usted. Detrás suyo le seguirán cinco escuadrones de la Fuerza Especial y sólo irán por donde usted los guíe.  Que Dios lo acompañe.

Silvano asintió y dando media vuelta emprendió la carrera. Afuera lo esperaban todos listos para partir. Subió al vehículo y arrancó. Todos los otros vehículos de la Fuerza Especial lo seguían de cerca. Silvano Velarde conocía muy bien la ciudad, desde las rutas más transitadas hasta los atajos más escondidos. Aunque no sabía de qué trataba esta misión, estaba decidido a culminarla con el cien por ciento de efectividad. Nada podría desenfocarlo, nada excepto…

–        ¡Mire! –exclamó el agente Núñez desde el asiento trasero. 
–        ¿Pero qué sucede agente Núñez? –respondió Silvano tras haber dado un pequeño salto por la impresión.
–        Mire hacia su mano derecha agente Velarde –Silvano giró su rostro sin dejar de manejar. Dos cuadras más adelante había una anciana que parecía tener la intención de cruzar la pista sola–. Mire a esa anciana, debemos bajar a ayudarla –sugirió el oficial Núñez.
–        ¿Está usted bromeando agente Núñez? ¿No se da cuenta que estamos en medio de una misión muy importante? No podemos darnos el lujo de detenernos. –replicó Silvano.
–        Pero agente Velarde, ¿acaso su misión no es cuidar a la gente más débil? Sólo será un minuto y tendrá la satisfacción de haber hecho una buena obra. Esa anciana se lo agradecerá, y no sólo ella, sino también su familia que debe estar esperándola en casa.

Ese argumento sonó bastante convincente. Silvano suspiró profundamente; no podría cargar con la conciencia de haber dejado a una abuelita a su suerte, sus principios morales le decían que debía detenerse. Entonces dio una señal a todos los escuadrones que venían detrás para que se detengan y se estacionó a unos pocos metros de la abuelita. Él mismo bajó y la ayudó a cruzar. Ella se lo agradeció muchísimo y siguió su camino. Silvano regresó al vehículo y tuvo la sensación de haber salvado al mundo. El agente Núñez tenía razón, había sido sólo un minuto y había valido la pena. En seguida dio la señal y todos emprendieron nuevamente la marcha.

Silvano se preguntaba en qué consistiría esta misión que se le había encargado, ya que el mayor Sánchez no le había dado mayores detalles. Avanzaron unas cuadras.  Y de repente…

–        ¡Un robo! –exclamó esta vez el agente Castillo pasando la mitad superior de su cuerpo por en medio los dos asientos delanteros.
Silvano giró su rostro hacia donde apuntaba el dedo índice del agente Castillo. Un hombre encapuchado amenazaba con un arma a un joven mientras otro hacía una excursión por sus bolsillos. 
–        ¡Tenemos que ayudarlo! –exclamó nuevamente el agente Castillo.
Silvano titubeó. No que le tenía miedo a un par de malhechores comunes, pero detenerse otra vez lo desviaría de su misión.
–        ¿Acaso su misión no es luchar contras las fuerzas del mal, agente Velarde? –inquirió enseguida el agente Castillo como leyendo sus pensamientos–. Además, el mayor Sánchez lo reconocerá de una manera especial por hacer aún más de lo que le mandó y sin duda le otorgará el cargo de Líder de la Fuerza Especial.

Ante tantos argumentos lógicos, Silvano no pudo evitar dar nuevamente la señal a todos los escuadrones que lo seguían para detenerse.
Los tres agentes bajaron y rápidamente redujeron a los dos delincuentes. En eso llegó la policía y, tras agradecerles a los tres agentes por su intervención, se llevaron a los delincuentes esposados. El joven, quien no había sufrido ningún perjuicio gracias a la oportuna intervención de Silvano, se le acercó agradecido y se despidió tras decirle: Es usted un verdadero héroe. Y así se sentía Silvano.

Rápidamente ocuparon sus vehículos y retomaron la misión. Con estos dos logros extra, más la misión que estoy por cumplir, el jefe estará orgulloso de mí; pensó Silvano. Pero no fueron sólo dos logros extra, sino también un niño que no alcanzaba al timbre, un ciego que estaba a punto de pisar un charco, y hasta un gato que no podía bajar de un árbol. Cualquier excusa se volvió lo suficientemente importante como para desviarlo del camino.

El viaje, que no debió demorar más de veinte minutos, demoró dos horas. Pero finalmente Silvano y todos los escuadrones de la Fuerza Especial que lo seguían llegaron al lugar indicado. Grande fue la sorpresa de Silvano cuando encontró una vivienda muy grande en escombros y rodeada de prensa y gente lamentándose. Tapados con periódicos yacían algunos cuerpos en el suelo. Un oficial de la policía se le acercó y le informó que dos hombres bomba habían tomado el lugar, el cual era un albergue de niños, y tras no recibir por parte de la policía una negociación convincente, decidieron detonar los explosivos. Cincuenta y seis niños y seis adultos habían muerto instantáneamente, además de los delincuentes, informó el policía.

–        Nos dijeron que un agente especial de la Academia Force que estaba capacitado para este tipo de situaciones se dirigía hasta aquí, pero nunca llegó. El oficial Silvano Velarde, ¿lo conoce? –preguntó el policía sin poder ocultar su indignación.

Silvano cayó de rodillas al suelo y lloró amargamente. En ese momento entendió que no se trataba  de su ascenso ni aún de sentirse bien con su conciencia; sesenta y dos personas inocentes habían muerto porque él no supo decir “no” y se desenfocó de su objetivo.

Pero de pronto algo sucedió. Todo quedó en silencio. Silvano levantó la mirada. Los cuerpos que yacían en el suelo empezaron a levantarse y Silvano casi se desmaya al reconocer a cada una de esas personas. Eran la abuelita que no podía cruzar la pista (quien en realidad era una mujer disfrazada de anciana), el joven que habían intentado asaltar, el niño que no alcanzaba el timbre, y cada uno de los personajes con los que se había topado momentos antes y lo habían desviado de su camino. El tumulto de gente se abrió y desde atrás salió el mayor Sánchez, quien caminó hasta donde estaba arrodillado Silvano y le extendió la mano. Silvano, sin entender nada, tomó la mano del mayor y se puso de pie.

–        Fallaste hijo –dijo el mayor Sánchez con una mirada de desilusión y una profunda tristeza. Silvano bajó la mirada–. Pero tranquilo, todo esto es un montaje. Todos son actores contratados para el cierre de tu prueba. No sólo ellos, sino también cada persona con la que te topaste en el camino.

Silvano empezó a mirar cuidadosamente a cada persona que rodeaba la escena y notó muchos rostros conocidos que lo miraban con pena. Entonces lo entendió; todo era parte de la prueba, y él había fracasado.

–        Nunca dudé de tus capacidades, pero las capacidades sin un buen enfoque no te bastarán para alcanzar el éxito –continuó diciendo el mayor Sánchez–. Hijo, no fuiste escogido para ser el héroe de la nación, sino para cumplir TU misión.

Una lágrima de frustración empezó a recorrer la mejilla de Silvano. El mayor Sánchez lo abrazó; luego lo tomó por los hombros y mirándolo fijamente le dijo:

–        Te di una gran responsabilidad. Había mucha gente detrás tuyo, y cada vez que decidías detenerte, no sólo te detenías tú sino también todos aquellos que te seguían. La próxima vez no será una actuación, hijo; la próxima vez esta escena será real y mucha gente habrá muerto si tú pierdes el foco. Aún tu conciencia y hasta la gente que te rodea te animará a desviarte con buenas intenciones. Si no tienes claras tus prioridades, fácilmente te desviarás de tu propósito. Tengo algo que darte. Me ha servido mucho y sé que también te servirá.

El mayor Sánchez se quitó una pequeña placa que siempre llevaba puesta en el pecho del saco y se la dio a Silvano. La placa llevaba grabada la palabra “éxito”. Silvano la tomó sin entender el significado de esta.

–        Mírala por dentro –dijo el mayor Sánchez.

    Silvano volteó la pequeña placa y encontró una frase grabada que nunca jamás olvidaría:

"Muchas veces tendrás que dejar de hacer lo bueno para poder hacer lo correcto."


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