El chico encuentra,
contra todo pronóstico, un asiento desocupado detrás del chofer. Se apresura hacia
él mientras piensa que ese carro debe
haber sido invisible para no estar repleto en plena hora punta. Inclina el
cuerpo para acomodarse pero un pedazo de papel tamaño volante que está sobre el
asiento llama su atención. Lo toma y le da una ojeada mientras posa su cuerpo
sobre el cuero viejo. Ahora escuchen esto, ustedes que dicen... blah, blah, blah... Santiago no sé qué y no sé cuántos, piensa mientras lee superficialmente. Probablemente
cortesía de un ex drogadicto predicador que subió a vender
chicles. Dobla el papel en dos y lo guarda en el bolsillo de su polo –más por
respeto al medio ambiente que por interesarle el contenido–. Pone su morral en
su regazo. Apoya la nuca en el respaldar y levanta un poco el cuerpo para luego
introducir su mano izquierda en el bolsillo trasero. Saca una billetera tan
desgastada que, de intentarlo, no tendría forma de comprobar que es de marca
Renzo Costa –cosa que no le incomoda en lo más mínimo–. Le pasa la voz al
cobrador con un fresco choche, y le
paga su pasaje cruzando mentalmente los dedos para que el joven de camisa celeste
no le diga que faltaban veinte céntimos (en Lima uno nunca sabe cuándo a un
cobrador se le ocurrirá cambiar la tarifa con la excusa del alza del petróleo o escudándose en un tarifario que respeta tanto como a la señal de “Paradero
Prohibido”). No recibe ninguna objeción, así que guarda la billetera y saca una
delgada separata fotocopiada de su morral. Gracias
Carla, dice en su mente, y se sumerge en la lectura.
– ¿Cuánto le costó el bus?
El chico alza un poco la
mirada casi sin mover la cabeza. En el asiento del copiloto visualiza de reojo
un faldón azul. Puntos blancos desfilan a lo largo y ancho de la prenda. Un poco más arriba, una blusa con motivos
florales tejidos, y detrás del atuendo una anciana que mira atentamente al
chofer con una curiosa expresión de intriga.
– Es de ocasión –dice
el moreno conductor en tono serio sin dirigir la mirada hacia la anciana. No
parece muy interesado en entablar una conversación.
– Oh… mejor aún –opina ella.
Sin entender a lo que el hombre se
refiere con de ocasión, el chico
vuelve la mirada hacia el conjunto de papeles engrapados que sostiene en manos.
Trata de retomar la lectura, pero de pronto las letras empiezan a saltar de un
lado a otro debido al accidentado camino. Cierra y abre los ojos en un frustrado
intento por aclarar la visión. Empieza a marearse.
– Bonito está. ¿Cuántos asientos tiene?
Otra vez esa
temblorosa voz.
– Treinta y seis.
Otra vez esa
cortante respuesta.
Al caer en la cuenta de que su lucha
es tan inútil como tratar de leer mientras se monta un potro salvaje, el chico desiste
del intento y decide prestar atención a la conversación. Deposita sus manos
sobre el morral apoyado en sus piernas sin soltar la separata y dirige la mirada
hacia la anciana. La estudia detenidamente. De pies a cabeza. Es una señora de
muy avanzada edad. Él es malo calculando lo años de una persona a simple vista
pero puede apostar que ella, en su último cumpleaños, no celebró un año más de
vida, sino uno menos. Cuantos fueran sus años, lo cierto es que parecen haberse
acumulado sobre sus párpados dando forma a unas bolsas de piel que descienden
en línea curva hasta dibujar unas vistosas patas de gallo en el rabillo de cada
ojo. Apariencia modesta pero elegante. Al observar las arrugas que surcan su
piel, el chico piensa que, de haber hormigas aficionadas al rally, ese rostro
sería el recorrido de ensueño para una competencia Dakar. Suelta una risita
silenciosa al reflexionar en tal ocurrencia.
– Yo tenía un bus también. Ahora está en provincia –dice la vetusta
señora mientras recorre el pasillo del vehículo con la mirada. El ceño fruncido
y los ojos entrecerrados dejan en claro que ver más allá de sus narices no le es
cosa fácil–. Ahora quiero uno nuevo, pero ¿están caros no?
¿Uno nuevo? ¿La vieja tiene planes «a futuro»?, piensa el chico.
El chofer parece
coincidir en el pensamiento con él ya que por primera vez se vuelve hacia la
anciana para mirarla directamente al rostro. La observa con el entrecejo
fruncido por dos segundos y luego retorna la mirada hacia el frente.
– Letras de dos mil dólares.
– Wau… –exclama ella con una expresión de sorpresa propia de un niño–. Si
fuera china podría comprarme uno. Los chinos ponen su chifa y ganan tres mil o
cuatro mil dólares al mes. Imagínese.
El conductor no puede
más mantenerse serio ante tal comentario. Suelta una risa acompañada de un
movimiento de hombros. Ella también ríe. Sus labios no se separan mucho, pero
sí lo suficiente como para dejar ver unos cuantos dientes inferiores que
habrían sobrevivido sabe Dios a cuántos cientos de cepilladas.
– Es en serio, joven–dice la anciana con una voz entrecortada por la
risa.
El chico se siente
seducido ante tal escena, hasta conmovido sin entender bien por qué. Esboza una
sonrisa y vuelve a observar detenidamente a la abuela mientras ella sigue con
su discurso.
– Los chinos llegan con los pies en el suelo y después de unos meses…
Pero los peruanos, nada. No nos gusta trabajar, sólo dormir –extiende el brazo
izquierdo y abre la mano para referirse a los pasajeros–. Ahorita todos están
yendo a su casa a dormir.
El chofer apoya la
nuca en el respaldar del asiento y se echa a reír a carcajadas. El chico
tampoco puede contener esta vez la risa. Pero no emite sonido, sólo deja salir
aliento por la boca mientras su abdomen se contrae una y otra vez. Es una
sensación extraña la que siente. Sin darse cuenta, una tierna anciana de faldón
azul lo ha encandilado. Observa sus canas. Sus mechones son semejantes a dunas
de nieve. Se pregunta cuánto tiempo ha tenido que pasar para que el pigmento de
cada una de esas hebras se esfume sin dejar rastro. Dónde habrá ido a parar
cada uno de esos cabellos que se desprendieron de su cabeza en algún instante
de su vida. Cuántos recuerdos la desbordarán en sus noches más nostálgicas.
Cuántas historias con detalles inventados podría contar tratando de hacer creer
que su memoria sigue intacta.
Mientras más piensa, más se
estremece. Baja un poco la mirada y se topa con unos ojos grisáceos. Quizá
alguna vez fueron color miel. Al imaginarlo, la visualiza joven. Hermosa.
Cabello castaño. Sonrisa angelical. La misma falda, pero con la basta treinta
centímetros más arriba. Lima en los años cuarenta. Puede figurárselo de una
manera verosímil gracias a las anécdotas que su abuelo le contaba. Pelo ondeado,
al estilo de la época. La ve soplando la vela de su quinceavo cumpleaños. Caminando
bajo la lluvia. Dentro de su imaginación, una suave melodía de Richard Clayderman acompaña la película de imágenes. La ve chapoteando y humedeciendo su cuerpo a la orilla del mar.
Corriendo. Saltando. Bailando. La ve coqueteando. Su primer beso. La ve en
pijama chismoseando con sus amigas. La ve en plena madrugada recostada en el
marco de una ventana, con el viento haciendo que su cabello flote mientras trata
de imaginarse cómo será su vida de ahí a diez años. La ve desnuda caminando de
espaldas hacia la bañera. La ve en una fiesta, sonriente por los efectos del
vino y desbordando alegría mientras cree, aunque inconscientemente, que la
belleza y juventud son eternas. De pronto, la anciana vuelve su rostro hacia él
por encima del hombro y ambos sostienen la mirada. La sorpresa lo trae de
vuelta al tiempo presente. La mirada cansada. La piel estrujada. El cuerpo
encorvado. Entonces una figura lo conmueve hasta las entrañas: Ve a la misma
joven, pero ahora aprisionada en un cuerpo decrépito. Detrás de esos ojos, la
hermosa chica pide auxilio desesperadamente. No quiere morir. Se resiste a
pensar que sus días están prontos a terminarse. Pero ese cuerpo que la ha
tomado cautiva la ha sentenciado a muerte, y esa sentencia es irrevocable. Él
trata de imaginar qué debe sentir esa mujer al saber que su vida gira como una
rueda sobre una pendiente hacia un eterno abismo, y cuando lo imagina, una ola
de angustia lo revuelca. Una lástima que nunca había experimentado le oprime el
pecho al contemplar a la anciana y pensar que, mientras que a él le queda tanto
futuro por delante, a ella no le queda más que el pasado y unas cuantas migas
del presente. Inclina el rostro y se mira las manos. Jóvenes. Vigorosas. Sus
articulaciones intactas. Su piel lisa. Se palpa la cabeza y disfruta el punzón
de esos diminutos cabellos erguidos. Es bueno saber que recién es cachimbo. Es
bueno ser joven aún. Se alegra de tener tanto camino por recorrer, de no tener
que buscarle conversación a extraños porque quizá en casa ya todos se fueron.
Él acaba de abrir el libro de la vida y ella está a punto de cerrarlo, y aunque
le da lástima por ella, le reconforta saber cuán larga es la vida.
– ¡A ver, quién baja Circunvalación!
La ronca voz del
cobrador le hace saber que ha llegado a su destino. Se pasa la tira del morral
por encima de la cabeza. Pone la mano izquierda sobre el respaldar del chofer
para tomar impulso y pararse. Al darse cuenta de que el chico ya se baja, la
anciana asiente suavemente sin apartarle la mirada como indicándole que puede
seguir su camino. El chico dibuja con la boca una curva sin lograr formar una
sonrisa, como quien se despide de un enfermo terminal tratando de hacerle
pensar que todo estará bien. Se pone de pie y da un par de pasos hacia la
puerta. Con una mano se sostiene de la barra metálica horizontal que pende de
los extremos del bus esperando que el vehículo baje la velocidad y se pegue a
la derecha. Con la otra mano sostiene la separata que no pudo leer. El vehículo
disminuye la velocidad hasta detenerse.
– ¡A ver, aprovechen los que bajan Circunvalación! ¡Doblo a la izquierda!
– Oye, tienes que pegarte a la derecha. No podemos bajar aquí –protesta
una joven en sastre.
– Ya pe amiguita, colabore. Aproveche que está en rojo.
El chico ignora el
intercambio de palabras. Está apresurado. Su enamorada aguarda su llegada y no es
buena idea hacerla esperar demasiado. Sobre todo hoy que cumplen oficialmente
un mes de pareja; una extensa demora le malograría el humor y, por ende, la
noche entera. Baja del carro en dos saltitos. Piensa en la anciana: ella no
podría ni soñar con dar saltitos tan ágiles como aquellos. La añosa señora, aún
dentro del bus, empuja la ventana a duras penas y el viento desata una tormenta
de nieve sobre su cabeza. Mientras tanto, cinco pasos separan al chico de la vereda.
Ella tose. Él respira con demasiada facilidad. Ella se recuesta sobre el asiento y se toma el pecho. Él
abre el bolsillo principal del morral, y cuando está a punto de introducir la
separata en el mismo, escucha el estruendo de una bocina. Gira el rostro hacia la
derecha, y antes de poder ver nada, las luces se apagan. Su cuerpo da vueltas
sobre el capot del auto; tan velozmente que es imposible contarlas. Su frente
golpea el asfalto, y luego el resto de su cuerpo le sigue.
Un pedazo de papel plegado
se mece en el aire, desciende lentamente y se posa sobre el suelo a menos de
cinco centímetros del rostro del chico que yace boca arriba. Un enunciado divino, una
conspiración del universo, o simplemente una caprichosa coincidencia, pero este
es el mensaje que esa hojita lleva impreso:
“Ahora escuchen esto, ustedes que dicen: «Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad, pasaremos allí un año, haremos negocios y ganaremos dinero.» ¡Y eso que ni siquiera saben qué sucederá mañana! ¿Qué es su vida? Ustedes son como la niebla, que aparece por un momento y luego se desvanece. Más bien, debieran decir: «Si el Señor quiere, viviremos…”
Santiago 4.13-15
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