lunes, 11 de febrero de 2013

La anciana del faldón azul



El chico encuentra, contra todo pronóstico, un asiento desocupado detrás del chofer. Se apresura hacia él  mientras piensa que ese carro debe haber sido invisible para no estar repleto en plena hora punta. Inclina el cuerpo para acomodarse pero un pedazo de papel tamaño volante que está sobre el asiento llama su atención. Lo toma y le da una ojeada mientras posa su cuerpo sobre el cuero viejo. Ahora escuchen esto, ustedes que dicen... blah, blah, blah... Santiago no sé qué y no sé cuántos, piensa mientras lee superficialmente. Probablemente cortesía de un ex drogadicto predicador que subió a vender chicles. Dobla el papel en dos y lo guarda en el bolsillo de su polo –más por respeto al medio ambiente que por interesarle el contenido–. Pone su morral en su regazo. Apoya la nuca en el respaldar y levanta un poco el cuerpo para luego introducir su mano izquierda en el bolsillo trasero. Saca una billetera tan desgastada que, de intentarlo, no tendría forma de comprobar que es de marca Renzo Costa –cosa que no le incomoda en lo más mínimo–. Le pasa la voz al cobrador con un fresco choche, y le paga su pasaje cruzando mentalmente los dedos para que el joven de camisa celeste no le diga que faltaban veinte céntimos (en Lima uno nunca sabe cuándo a un cobrador se le ocurrirá cambiar la tarifa con la excusa del alza del petróleo o escudándose en un tarifario que respeta tanto como a la señal de “Paradero Prohibido”). No recibe ninguna objeción, así que guarda la billetera y saca una delgada separata fotocopiada de su morral. Gracias Carla, dice en su mente, y se sumerge en la lectura.  
       
      ¿Cuánto le costó el bus?

     El chico alza un poco la mirada casi sin mover la cabeza. En el asiento del copiloto visualiza de reojo un faldón azul. Puntos blancos desfilan a lo largo y ancho de la prenda.  Un poco más arriba, una blusa con motivos florales tejidos, y detrás del atuendo una anciana que mira atentamente al chofer con una curiosa expresión de intriga.

      Es de ocasión –dice el moreno conductor en tono serio sin dirigir la mirada hacia la anciana. No parece muy interesado en entablar una conversación.
      Oh… mejor aún –opina ella.

     Sin entender a lo que el hombre se refiere con de ocasión, el chico vuelve la mirada hacia el conjunto de papeles engrapados que sostiene en manos. Trata de retomar la lectura, pero de pronto las letras empiezan a saltar de un lado a otro debido al accidentado camino. Cierra y abre los ojos en un frustrado intento por aclarar la visión. Empieza a marearse.

      Bonito está. ¿Cuántos asientos tiene?
     Otra vez esa temblorosa voz.
      Treinta y seis.
     Otra vez esa cortante respuesta.

     Al caer en la cuenta de que su lucha es tan inútil como tratar de leer mientras se monta un potro salvaje, el chico desiste del intento y decide prestar atención a la conversación. Deposita sus manos sobre el morral apoyado en sus piernas sin soltar la separata y dirige la mirada hacia la anciana. La estudia detenidamente. De pies a cabeza. Es una señora de muy avanzada edad. Él es malo calculando lo años de una persona a simple vista pero puede apostar que ella, en su último cumpleaños, no celebró un año más de vida, sino uno menos. Cuantos fueran sus años, lo cierto es que parecen haberse acumulado sobre sus párpados dando forma a unas bolsas de piel que descienden en línea curva hasta dibujar unas vistosas patas de gallo en el rabillo de cada ojo. Apariencia modesta pero elegante. Al observar las arrugas que surcan su piel, el chico piensa que, de haber hormigas aficionadas al rally, ese rostro sería el recorrido de ensueño para una competencia Dakar. Suelta una risita silenciosa al reflexionar en tal ocurrencia.  

      Yo tenía un bus también. Ahora está en provincia –dice la vetusta señora mientras recorre el pasillo del vehículo con la mirada. El ceño fruncido y los ojos entrecerrados dejan en claro que ver más allá de sus narices no le es cosa fácil–. Ahora quiero uno nuevo, pero ¿están caros no?

     ¿Uno nuevo? ¿La vieja tiene planes «a futuro»?piensa el chico.
     El chofer parece coincidir en el pensamiento con él ya que por primera vez se vuelve hacia la anciana para mirarla directamente al rostro. La observa con el entrecejo fruncido por dos segundos y luego retorna la mirada hacia el frente.

      Letras de dos mil dólares.
      Wau… –exclama ella con una expresión de sorpresa propia de un niño–. Si fuera china podría comprarme uno. Los chinos ponen su chifa y ganan tres mil o cuatro mil dólares al mes. Imagínese.

     El conductor no puede más mantenerse serio ante tal comentario. Suelta una risa acompañada de un movimiento de hombros. Ella también ríe. Sus labios no se separan mucho, pero sí lo suficiente como para dejar ver unos cuantos dientes inferiores que habrían sobrevivido sabe Dios a cuántos cientos de cepilladas.

      Es en serio, joven–dice la anciana con una voz entrecortada por la risa.

     El chico se siente seducido ante tal escena, hasta conmovido sin entender bien por qué. Esboza una sonrisa y vuelve a observar detenidamente a la abuela mientras ella sigue con su discurso.

      Los chinos llegan con los pies en el suelo y después de unos meses… Pero los peruanos, nada. No nos gusta trabajar, sólo dormir –extiende el brazo izquierdo y abre la mano para referirse a los pasajeros–. Ahorita todos están yendo a su casa a dormir.

     El chofer apoya la nuca en el respaldar del asiento y se echa a reír a carcajadas. El chico tampoco puede contener esta vez la risa. Pero no emite sonido, sólo deja salir aliento por la boca mientras su abdomen se contrae una y otra vez. Es una sensación extraña la que siente. Sin darse cuenta, una tierna anciana de faldón azul lo ha encandilado. Observa sus canas. Sus mechones son semejantes a dunas de nieve. Se pregunta cuánto tiempo ha tenido que pasar para que el pigmento de cada una de esas hebras se esfume sin dejar rastro. Dónde habrá ido a parar cada uno de esos cabellos que se desprendieron de su cabeza en algún instante de su vida. Cuántos recuerdos la desbordarán en sus noches más nostálgicas. Cuántas historias con detalles inventados podría contar tratando de hacer creer que su memoria sigue intacta.
     Mientras más piensa, más se estremece. Baja un poco la mirada y se topa con unos ojos grisáceos. Quizá alguna vez fueron color miel. Al imaginarlo, la visualiza joven. Hermosa. Cabello castaño. Sonrisa angelical. La misma falda, pero con la basta treinta centímetros más arriba. Lima en los años cuarenta. Puede figurárselo de una manera verosímil gracias a las anécdotas que su abuelo le contaba. Pelo ondeado, al estilo de la época. La ve soplando la vela de su quinceavo cumpleaños. Caminando bajo la lluvia. Dentro de su imaginación, una suave melodía de Richard Clayderman acompaña la película de imágenes. La ve chapoteando y humedeciendo su cuerpo a la orilla del mar. Corriendo. Saltando. Bailando. La ve coqueteando. Su primer beso. La ve en pijama chismoseando con sus amigas. La ve en plena madrugada recostada en el marco de una ventana, con el viento haciendo que su cabello flote mientras trata de imaginarse cómo será su vida de ahí a diez años. La ve desnuda caminando de espaldas hacia la bañera. La ve en una fiesta, sonriente por los efectos del vino y desbordando alegría mientras cree, aunque inconscientemente, que la belleza y juventud son eternas. De pronto, la anciana vuelve su rostro hacia él por encima del hombro y ambos sostienen la mirada. La sorpresa lo trae de vuelta al tiempo presente. La mirada cansada. La piel estrujada. El cuerpo encorvado. Entonces una figura lo conmueve hasta las entrañas: Ve a la misma joven, pero ahora aprisionada en un cuerpo decrépito. Detrás de esos ojos, la hermosa chica pide auxilio desesperadamente. No quiere morir. Se resiste a pensar que sus días están prontos a terminarse. Pero ese cuerpo que la ha tomado cautiva la ha sentenciado a muerte, y esa sentencia es irrevocable. Él trata de imaginar qué debe sentir esa mujer al saber que su vida gira como una rueda sobre una pendiente hacia un eterno abismo, y cuando lo imagina, una ola de angustia lo revuelca. Una lástima que nunca había experimentado le oprime el pecho al contemplar a la anciana y pensar que, mientras que a él le queda tanto futuro por delante, a ella no le queda más que el pasado y unas cuantas migas del presente. Inclina el rostro y se mira las manos. Jóvenes. Vigorosas. Sus articulaciones intactas. Su piel lisa. Se palpa la cabeza y disfruta el punzón de esos diminutos cabellos erguidos. Es bueno saber que recién es cachimbo. Es bueno ser joven aún. Se alegra de tener tanto camino por recorrer, de no tener que buscarle conversación a extraños porque quizá en casa ya todos se fueron. Él acaba de abrir el libro de la vida y ella está a punto de cerrarlo, y aunque le da lástima por ella, le reconforta saber cuán larga es la vida.
   
      ¡A ver, quién baja Circunvalación!

     La ronca voz del cobrador le hace saber que ha llegado a su destino. Se pasa la tira del morral por encima de la cabeza. Pone la mano izquierda sobre el respaldar del chofer para tomar impulso y pararse. Al darse cuenta de que el chico ya se baja, la anciana asiente suavemente sin apartarle la mirada como indicándole que puede seguir su camino. El chico dibuja con la boca una curva sin lograr formar una sonrisa, como quien se despide de un enfermo terminal tratando de hacerle pensar que todo estará bien. Se pone de pie y da un par de pasos hacia la puerta. Con una mano se sostiene de la barra metálica horizontal que pende de los extremos del bus esperando que el vehículo baje la velocidad y se pegue a la derecha. Con la otra mano sostiene la separata que no pudo leer. El vehículo disminuye la velocidad hasta detenerse. 
  
      ¡A ver, aprovechen los que bajan Circunvalación! ¡Doblo a la izquierda!
      Oye, tienes que pegarte a la derecha. No podemos bajar aquí –protesta una joven en sastre.
      Ya pe amiguita, colabore. Aproveche que está en rojo.

     El chico ignora el intercambio de palabras. Está apresurado. Su enamorada aguarda su llegada y no es buena idea hacerla esperar demasiado. Sobre todo hoy que cumplen oficialmente un mes de pareja; una extensa demora le malograría el humor y, por ende, la noche entera. Baja del carro en dos saltitos. Piensa en la anciana: ella no podría ni soñar con dar saltitos tan ágiles como aquellos. La añosa señora, aún dentro del bus, empuja la ventana a duras penas y el viento desata una tormenta de nieve sobre su cabeza. Mientras tanto, cinco pasos separan al chico de la vereda. Ella tose. Él respira con demasiada facilidad. Ella se recuesta sobre el asiento y se toma el pecho. Él abre el bolsillo principal del morral, y cuando está a punto de introducir la separata en el mismo, escucha el estruendo de una bocina. Gira el rostro hacia la derecha, y antes de poder ver nada, las luces se apagan. Su cuerpo da vueltas sobre el capot del auto; tan velozmente que es imposible contarlas. Su frente golpea el asfalto, y luego el resto de su cuerpo le sigue. 
     Un pedazo de papel plegado se mece en el aire, desciende lentamente y se posa sobre el suelo a menos de cinco centímetros del rostro del chico que yace boca arriba. Un enunciado divino, una conspiración del universo, o simplemente una caprichosa coincidencia, pero este es el mensaje que esa hojita lleva impreso:


“Ahora escuchen esto, ustedes que dicen: «Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad, pasaremos allí un año, haremos negocios y ganaremos dinero.» ¡Y eso que ni siquiera saben qué sucederá mañana! ¿Qué es su vida? Ustedes son como la niebla, que aparece por un momento y luego se desvanece. Más bien, debieran decir: «Si el Señor quiere, viviremos…”


Santiago 4.13-15


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