lunes, 21 de enero de 2013

15 Minutos de Recreo




           Es Lunes por la mañana, y a la altura de la cuadra cuatro del jirón Jacarandá, en Valle Hermoso, Surco, como es de esperarse, todos los alumnos de secundaria del Colegio C.C. están más concentrados en los dígitos de sus relojes que en las últimas indicaciones que da el maestro antes de que suene el timbre del recreo. A diferencia de otros días, no es el hambre lo que los tiene ansiosos. Un corto, pero nada aburrido fin de semana, acaba de culminar, y los comentarios de los últimos sucesos están a flor de labio. Algunos que llegaron tarde y no tuvieron tiempo antes de clases para comentar o enterarse de los chismes, no aguantan las ansias y arrancan un pedazo de papel de su cuaderno de Cívica para mandar un mensaje a su compañero vecino (algún uso debe darse al ochenta por ciento de ese cuaderno que nunca llega a utilizarse). Esos papelitos doblados en seis o arrugados hasta más no poder ocultan desde las más inocentes hasta las más morbosas inquietudes que un adolescente puede tener:

          ¿Antonio se te declaró?, Tu viejo llamó ayer a mi casa, ¿Agarraste con Mariana?, ¿Por qué no fuiste a la fiesta?, ¿Llegaste a tirar con ella?

          Algunas notitas se pierden en el camino –sobre todo las que se aventuran a cruzar el salón de un extremo a otro–; otras llegan a su destinatario, pero nunca regresan; en el peor de los casos, unas cuantas son interceptadas por el maestro de turno, y sólo algunas afortunadas vuelven con la esperada respuesta: te cuento en el recreo.

          Suena el timbre, el cual parece haber estado tan desesperado como los alumnos por sonar porque pasan quince segundos y no se calla. El más respetuoso cierra su cuaderno suavemente esperando que el profesor termine de hablar; el menos respetuoso, ni siquiera lo abrió. Antes de juntarse, la mayoría de chicos abren rápidamente su mochila y sacan algún sándwich con su respectiva cajita de Frugos, leche chocolatada, o alguna otra bebida que venga en envase tetra pack (el yogurt que viene con cereales arriba y una cucharita plegable no pasa del sexto grado de primaria; después se vuelve ridículo e infantil). Las chicas sacan sus galletas, alguna fruta –con un cuchillo si tienen que pelarla– y un refresco; unas cuantas sacan la billetera o el monedero para comprarse algo en el kiosco. Con excepción de un par, todos salen desordenadamente del salón. Normalmente los grupos son mixtos, pero, por ser lunes, los géneros suelen separarse para tratar temas de hombres y cosas de chicas.      

          Sin duda alguna, aquél y aquella que realizaron la más grande hazaña del fin de semana serán el centro de atención. Él, de quien se rumorea que el sábado por la noche, en plena fiesta de Andrea, debutó con Mariana, camina con aires de campeón hacia la cancha de fulbito con cuatro compañeros detrás suyo exigiendo detalles.
     Ya les dije que no pasó nada –dice de manera no muy convincente y con cierta sonrisa picaresca.
         Probablemente es cierto que no pasó nada. No quiere mentir, pero tampoco está muy interesado en aclarar el rumor. Lo niega de tal manera que no le crean; así, irónicamente, queda como el pendejito caballero.

          A ella, por otro lado, la rodean varias amigas en la banca que está al lado de la cancha de vóley.
     ¿Cómo se te declaró Antonio? –pregunta la más inocente.
 ¡Eso qué interesa! –interrumpe otra compañera, al parecer más experimentada. ¿Qué tal lo hace?
     ¡¿Qué estás hablando, huevona?! Sólo agarraron –afirma la que parece ser la amiga más íntima de Mariana, defendiendo la cuestionada dignidad de su amiga.
     Van, por lo menos, cinco preguntas en menos de un minuto, todas contestadas, pero no por Mariana.

          Aunque éste es el evento más comentado del fin de semana, tal vez no sea el más importante. Muchos otros jóvenes, aunque no muy populares, son protagonistas de sus propias historias.

          Una pelirroja sale del salón de cómputo y baja las escaleras; la acompaña una chica de lentes grandes con expresión de preocupación. Ambas se dirigen al baño que está al lado de la sala de profesores. La chica de lentes saca del bolsillo de su blusa algo como una tarjetita. La pelirroja la toma y entra al baño. Se llama Vanessa. No estuvo el sábado en la fiesta de Andrea; estaba invitada pero se sintió indispuesta. Lo que su amiga le dio, probablemente sea un test de embarazo. La chica de lentes se queda afuera. Se siente culpable porque ella fue quien le dijo a Vanessa: Toma estas pastillas. Si te cuidas, no pasa nada. Mira hacia los lados como haciendo guardia. Falló en proteger a su amiga de un espermatozoide rebelde; no fallará en protegerla del escándalo.
          Del baño de al lado, el de hombres, sale un muchacho bajo, de pelo alborotado. Se dirige a las bancas del pequeño óvalo que hay en medio del patio. Tiene el pómulo izquierdo moreteado y los ojos rojos. Probablemente, si consiguió dormir anoche, no fue por mucho tiempo. Tiene un aspecto bastante descuidado, pero no parece importarle. Las chicas igual lo admiran. Su nombre es Sebastián. Cursa por segunda vez tercero de media. Los problemas en su casa son de conocimiento público. Su mamá está embarazada de un colega del trabajo, y su papá la ha botado de la casa. Él fue uno de los primeros en irse de la fiesta de Andrea el sábado. Ximena, su enamorada, dice que dos chicos de unos veinte años de edad lo recogieron en un Toyota blanco. El domingo su papá estuvo llamando a todos sus compañeros porque Sebastián no había ido a dormir. No se supo nada de él hasta las cuatro de la tarde, cuando llegó ebrio y drogado a su casa. Su papá estaba furioso. Tal vez eso explica el moretón en su rostro. Se sienta en la banca y se recuesta en las piernas de una chica. Es Ximena. Ella le dice que sus papás viajan esta noche hasta la próxima semana, y que si quiere puede quedarse unos días con ella hasta que su papá se tranquilice. Se acerca Carmen, la directora de disciplina, y le dice que los pies no son para ponerse sobre la banca y que vaya a arreglarse la camisa y la corbata si no quiere quedarse en permanencia.
          Carmen sigue su camino acompañada por una chica de cuarto año y su madre; se dirigen hacia la oficina de la psicóloga. Esta joven que la acompaña tiene ojos grandes, es rellenita y muy fina de rostro. A pesar del fuerte sol, usa chompa. Su nombre es Natalia. Empezó a ser tratada con Pilar, la psicóloga, después de que la profesora de lenguaje se percató de los cortes que tenía en el antebrazo izquierdo. Natalia no fue a la fiesta de Andrea. Así no haya sido por una fuerte crisis depresiva, no estaba invitada de todos modos. Su mamá está preocupada porque su hija no quiere hablar con nadie, así que pidió a la tutora de cuarto que hable con sus compañeros para que éstos le presten más atención y la hagan sentir importante. Además, acordó una cita con la psicóloga hoy a las once de la mañana, a la cual parece que se dirigen.
          Llegan a la oficina de psicología. Pilar abre la puerta y sale acompañada de un muchacho de pelo lacio y raya al medio. Es Esteban. Dicen que este muchacho tiene más amigas que amigos, y lo molestan de cabro. Es una de las personas más amables que hay en la escuela, dicen los profesores, y estudiante ejemplar, pero no es muy sociable con sus compañeros varones. Suele pasarse los recreos en la oficina de Pilar; probablemente es la única persona que lo escucha sin juzgarlo. Esteban se despide de Pilar mientras Natalia y su madre entran en la oficina. Se dirige al kiosco y le pide a Juan, el encargado, unas galletas de soda. Camina unos pasos y se sienta en la banca más cercana, al lado del bebedero. Mira solamente su galleta, como concentrándose en un punto fijo para evitar ver alrededor y notar una vez más que está solo. No tiene reloj en su muñeca al cual mirar, pero parece esperar ansioso que se acabe el recreo, o el día entero, o la vida misma.

          Suena el timbre. Los que estaban a punto de comprar algo en el kiosco reniegan porque ya no les quieren vender nada. Los que están jugando fútbol prolongan el partido gritando: ¡La última jugada! El que estaba tocando guitarra en el jardín sigue tocando camino a la clase con un coro de tres chicas que lo acompañan. Los grupos de chicas siguen conversando sin parar mientras se dirigen a sus clases, y probablemente continuarán hasta que el profesor entre y las calle (o las separe). Algunas envolturas de galletas decoran los patios, y la bulla se va repartiendo entre pabellones y aulas.

          Sólo han sido quince minutos, pero por cada uno de ellos, decenas de historias se han escrito en los patios de este colegio. Historias que no se cuentan. Historias que no se escriben. Historias de las cuales, de aquí en algún tiempo, tal vez sólo se publicarán los trágicos finales:

Quinceañera aborta embarazo de tres meses. Joven muere de sobredosis. Adolescente se suicida sin razón aparente. Estudiante ejemplar infectado de SIDA.

          Entonces la sentencia de un sabio e indignado adulto no tardará: Esta juventud está perdida. ¿Perdida en este laberinto que es la adolescencia? Suena bastante lógico. Lo que no parece lógico es el hecho de ver cómo aquellos, que por ser adultos dicen conocer mejor este laberinto la vida, no son sensibles a las necesidades de sus jóvenes, y han olvidado de que alguna vez ellos también se perdieron. Tal vez la mejor manera de guiarlos fuera del laberinto no es llamándolos desde el otro extremo, sino entrar en el mismo y tomarlos de la mano, haciéndoles saber que aunque caigan muchas veces, y algunas cueste levantarse, de alguna manera u otra, todo laberinto tiene una salida.  

          Son las once de la mañana con diecisiete minutos; el recreo ha terminado.



***

"Cuando (Jesús) vio a las multitudes, les tuvo compasión, porque estaban confundidas y desamparadas, como ovejas sin pastor."
Mt 9.36


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viernes, 11 de enero de 2013

Enemigo en casa - Parte II



          Aviso: Antes de leer este artículo, asegúrate de haber leído la primera parte: Enemigo en casa - ParteI


          ¡Alerta roja! ¡El enemigo está en casa! Este enemigo vive dentro de cada uno y crece en medida que se le alimenta. Las vivencias, los traumas y experiencias de cada uno, sumándose el temperamento que cada individuo tiene por naturaleza, han alimentado a su enemigo de una manera particular. Dependiendo de estos factores, a algunos su corazón los termina llevando a vivir en temor, a otros a la promiscuidad, a otros a los vicios como la droga o el alcohol, a otros a la perversión sexual, a otros a la vida delincuencial, a otros en la corrupción, y así sucesivamente. El deseo del enemigo es tomar completo control de nosotros; ¿cómo lo logra? Camuflándose dentro de nosotros y creando una falsa identidad.

          Ahora explicaré la mayor artimaña de tu enemigo interior para tomar el control de tu vida sin que tú siquiera lo sospeches. ¿Cómo se crea la falsa identidad? A lo largo de la vida un individuo define su identidad principalmente en base a lo que él piensa de sí mismo y siente. Ahora, lo que él piensa y siente va a depender de las experiencias vividas o de tendencias naturales; ahí entra en acción el enemigo interno (el corazón, la carne). Por ejemplo, un niño no recibió afecto, creció tímido e inseguro de sí mismo. Esto lo llevó a no desarrollarse socialmente y a no desarrollar relaciones normales. Mientras va creciendo, se da cuenta que con los niños sí puede desenvolverse con confianza y puede tener el control, cosa que no puede lograr con sus contemporáneos. A todo este se suma su deseo sexual natural que desea ser saciado y su necesidad emocional de sentirse apreciado. El enemigo interno aprovechará todas estas circunstancias para generar en esta persona una atracción hacia los niños. Al principio él se asustará y dirá: ¿Por qué siento esta atracción? Probablemente luche contra esa atracción por un tiempo, pero al darse cuenta que esos deseos y fantasías no se van, terminará rindiéndose y aceptando que él es así. De esta manera sus deseos hacia los niños irán en aumento, de tal forma que tal vez ya no sienta atracción hacia una mujer adulta, sino especialmente hacia los niños. Este proceso puede darse de una manera tan natural que el hombre  hasta creerá estar enamorado de un niño, y no verá nada de malo en ello. Citaré un extracto del testimonio de un hombre de 45 años de edad, un pedófilo confeso:

          “…Encontré que había un niño nuevo entre ellos, tenía alrededor de 10 años y era un niño tímido; empezó a hablar conmigo y platicamos tranquilamente, todos nos empezamos a arrojar hojas de los árboles a cada uno, pero este niño continuaba tirándomelas hacia la cara, parecía que yo era la única persona que estaba ahí. En esos momentos fue cuando me enamoré de él.” (*ver fuente)

          Este hombre fue perdiéndose en una identidad basada en los deseos de su corazón, y al no encontrar salida, terminó aceptándola al punto de ver como algo natural el hecho de enamorarse de un niño. El enemigo interno crece de una manera tan cautelosa que se camufla haciéndose pasar por nosotros mismos. Del mismo modo trabaja en la vida de la mayoría de personas, en algunas con mayores consecuencias que en otras. Una persona empieza con pensamientos de odio, y puede terminar siendo un asesino sin escrúpulos; otra persona puede empezar deseando dinero fácil, y puede terminar volviéndose un total corrupto. Todos los males de este mundo son consecuencia de esto: Las personas sienten, crean su identidad en base a lo que sienten (si siento esto, debo ser así), y finalmente actúan conforme a lo que han creído.

          Hace un tiempo atrás, conversaba con un amigo que por mucho tiempo vivió relaciones homosexuales. Cuando él decidió dejar esa vida, se dio cuenta que esos deseos seguían ahí y que la lucha sería dura. Él aún dudaba de su identidad, y me contaba que sus viejos amigos le decían que era un reprimido, porque teniendo esos deseos no los satisfacía. Yo le dije lo siguiente:

         Te tengo una buena noticia: Lo que sientes no determina lo que eres. Que sientas deseos de ingerir alcohol no significa que seas un alcohólico ni que debes vivir satisfaciendo esos deseos; que sientas atracciones hacia niños no significa que seas un pedófilo ni que debes satisfacer esos deseos; que sientas atracciones hacia personas de tu mismo sexo no significa que seas homosexual ni que debas entregarte a esas atracciones. De todos modos, estas inclinaciones deben tratarse, pero nunca aceptarse como identidad. Luchar contra los deseos de la carne NO es reprimirse, es vivir en libertad, luchar contra la esclavitud. Cuando logres diferenciar lo que son deseos de tu carne con lo que es tu identidad verdadera, habrás dado un gran paso hacia la libertad.

          El apóstol Pablo pasó por las mismas luchas, pero él aprendió a diferenciar lo que era él y lo que era sucarne:

De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. -- Romanos 7.17-20.     (Énfasis añadido).

          Que el enemigo interno no te confunda: No eres lo que sientes, eres lo que Dios dice que eres. En Su Palabra encontrarás tu verdadera identidad, y aprenderás a identificar los malos deseos del corazón que te llevan a hacer lo que no te conviene. Tal vez el mundo te diga que no tiene nada de malo seguir esos deseos, que es normal. Pero sería muy peligroso sacar tu conclusión según los criterios humanos, porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación(Lc16.15); y hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte (Pr14.12). Nadie mejor que tu creador para decirte quién eres. La Palabra de Dios es el camino a la vida, libertad y paz.

          Ahora, cuando decidas dejar de seguir los deseos de tu corazón y obedecer la voz de Dios, te encontrarás con las mismas palabras del apóstol Pablo citadas anteriormente: el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. La Biblia enseña que el pecado es una ley, y las leyes se cumplen. Por ejemplo, la ley de la gravedad no puede resistirse por mucho tiempo. Si estiras tus brazos y los pones en posición horizontal, probablemente logres mantenerlos así por un rato, pero terminarás cansándote y los regresarás a su posición inicial. La ley de la gravedad hace que todo se someta a ella, así hagas un gran salto, caerás de nuevo. Es necesaria una ley mayor para poder vencer permanentemente a la ley de la gravedad. Por eso un avión puede mantenerse en el aire siempre y cuando no se le acabe la gasolina. Aunque sigue siendo influenciado por la gravedad, está diseñado de tal manera que no caerá. Lo mismo pasa en la vida de las personas, la ley del pecado sólo puede vencerse con una ley superior, la ley del Espíritu: Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte (Rm8.2). Cuando decides creer en Jesucristo y entregarle tu vida, dentro de ti ocurre lo que la Biblia llama El nuevo nacimiento. Cuando naces del Espíritu, naces a una nueva ley, la ley del Espíritu de vida, y lo que antes no podías lograr por tus fuerzas, lo lograrás con la fuerza del Espíritu Santo en ti. Como un avión, tal vez sigas siendo influenciado por la ley de la gravedad (la ley del pecado) que quiere atraerte hacia abajo; pero la ley del Espíritu (la Gracia de Dios) es superior y no permitirá que caigas. Sólo asegúrate de alimentar el Espíritu y no proveer para los deseos de la carne. La ley del Espíritu es superior. No hay nada imposible para Él.

         Miles de personas hoy en día viven engañadas por el enemigo en casa, y son llevadas a cometer las mayores perversidades por no conocer la verdad. Pero también miles de personas son rescatadas por el conocimiento de la verdad y la fe en Jesucristo.

Ciertamente les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado —respondió Jesús—.
Así que si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres. –
Juan8.34 y 36.

          Busca la verdad; hoy puedes ser VERDADERAMENTE libre.


* Si este artículo te ayudó en algo, te motivo a que le pases el link a un amigo/a que crees que pueda necesitarlo =)

Enemigo en casa - Parte I



          Probablemente tenía unos seis o siete años cuando algo empezó a inquietarme. Es muy vaga la imagen en mi mente, sólo recuerdo estar en el auto de mi papá mirando por la ventana. Era de noche y pasábamos por un lugar iluminado; tal vez una zona comercial. Los edificios eran muy grandes (lo eran para mí). Al admirar esa escena desde mi escondite, por primera vez le temí al mundo. ¿Qué pasará cuando crezca? ¿Cómo será la vida ahí afuera? ¿Cómo será vivir solo y enfrentar la vida sin nadie que me cuide? Sabía que había gente mala y me preguntaba si habría algún lugar donde pudiera estar a salvo por siempre de esa maldad. En los dibujos animados que veía, siempre había un villano que odiaba a las personas y que, desde su guarida secreta, maquinaba planes para destruirlas. Me preguntaba dónde podría estar escondiéndose ese malvado con el propósito de hacerme daño. Por las noches temía dormir solo, pues el enemigo solía perseguirme en mis sueños. Nunca bajaba la guardia; él podría estar cerca. Pensaba que en casa estaba a salvo, pero nunca imaginé que él cada día ganaba más terreno en mi vida. Fue terrorífico cuando años más tarde lo descubrí; él estaba más cerca de lo que pensaba, él era parte de mí.

          Basta prender el televisor y sintonizar un noticiero para concluir que cada día la maldad humana se multiplica y la degradación ha llegado a niveles inimaginables. ¿De dónde nace la maldad? ¿En qué momento una persona que también fue niño alguna vez, se convierte en un violador, pedófilo, ladrón o asesino? Estas interrogantes me acompañaron por mucho tiempo. Con el argumento de que si Él creó todo, ¿por qué creó la maldad? , la gente suele culpar a Dios de esta crisis moral que crece a pasos agigantados. Como cristiano, siempre justifiqué a Dios diciendo: El hombre tiene libre albedrío; si las cosas están mal, es culpa del mismo ser humano. Esta afirmación es bastante cierta, pero hay mucho más que decir al respecto. Nadie despierta de pronto un día diciendo: He decidido que seré violador. En esta nota develaremos un secreto escondido para la gran mayoría de personas, y que podría significar el inicio de una nueva vida libre de ataduras y esclavitud.

          Un ciego con los ojos cerrados podría pasar toda su vida diciendo: Yo sí puedo ver, sólo que no quiero abrir los ojos. Nunca se dará cuenta que no puede ver hasta que los abra. Una persona encerrada en una habitación no sabrá que está encerrada hasta que intente abrir la puerta. Algo similar me ocurrió cuando tenía quince años. Mi vida era “buena” y yo era un “buen chico”, o al menos eso creía. Fue cuando empecé a conocer a Dios que empecé a cuestionar mi supuesta bondad. Era como si una potente luz hubiera entrado por la ventana de la habitación y me hubiese mostrado la inmundicia que había dentro de mí, la cual yo no percibía por estar acostumbrado a ella. Fue terrible reconocer que dentro de mí había malos deseos, que mi corazón y mi mente estaban pervertidos hasta niveles que pocos podrían imaginar al conocerme. Entonces decidí huir de esa habitación inmunda que era mi interior, pero al intentar abrir la puerta me di cuenta que no podía hacerlo por mis fuerzas. Como dijo el apóstol Pablo: “No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco” (Ro 7.15) ¿Te has sentido alguna vez en ése mismo conflicto? Más adelante entenderás la raíz de esta lucha interior.

          Yo llegué a pensar que esas tendencias eran parte de mí, y que sería ilógico luchar contra mi propia naturaleza. Vencerme a mí mismo sería derrotarme, entonces, ¿qué sentido tendría? Muchos se escudan en este pensamiento para justificar el adulterio, la fornicación y otros actos inmorales, diciendo: “Soy hombre, es mi naturaleza”. Por mucho tiempo yo era de las personas que pensaban así. Tras varios intentos fallidos de ir en contra de mi naturaleza, llegué a preguntarme: ¿Por qué Dios condena algo que es natural en mí? Y a consecuencia de esta interrogante, surgió otra que me llevó a dar el primer paso hacia la libertad: ¿Que algo sea natural en mí, significa que es bueno y correcto? En otras palabras, ¿el hecho de que algo sea natural en mí, es suficiente razón para que yo acepte esa tendencia y la practique?

          La respuesta la encontré en un pasaje bastante conocido de la Biblia. Esto me impactó y renovó mi mente para siempre; desde entonces muchas cosas empezaron a tener sentido. Citaré las palabras exactas de Jesús:

Lo que sale de la persona es lo que la contamina. Porque de adentrodel corazón humano, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, el engaño, el libertinaje, la envidia, la calumnia, la arrogancia y la necedad. Todos estos males vienen de adentro y contaminan a la persona” -- Marcos 7.20-23.     (Énfasis añadido).

          El enemigo está en casa. Hoy muchos viven luchando con perversiones en secreto, sin poder creer que ellos sientan esas cosas y preguntándose por qué las sienten. Estas personas corren el riesgo de algún día rendirse a estos deseos y cometer actos terribles. Un velo cayó cuando la enseñanza de este pasaje me fue revelada. Entendí que la fuente de toda la maldad que destruía al ser humano estaba dentro del mismo ser humano, y Jesús llamó a esa fuente de maldad “el corazón humano”. ¿A qué se refería con el corazón humano? En muchos pasajes la Biblia habla acerca del corazón como algo bueno, como algo que hay que cuidar, pero en estos versos se refiere a lo que también es conocido bíblicamente como “la carne”. El corazón o la carne es la natural tendencia que tiene todo ser humano (en su alma y cuerpo) a hacer lo malo y lo perverso, producida por el pecado original y el distanciamiento de Dios. Lo ilustraré de una manera clara. Todos, e insisto, TODOS (y eso te incluye a ti que me lees y a mí también), tenemos dentro de nosotros mismos a un potencial pervertido sexual (entiéndase por adúltero, fornicario, homosexual, zoófilo, pedófilo, violador, que practica el incesto, etc.), asesino, ladrón, criminal, y cualquier otro sustantivo que entre en la lista de lo perverso. ¿Te asustaste? No digo que lo seas, pero digo que podrías llegar a serlo si vives conforme a lo que tu naturaleza te lleva a sentir y pensar, porque todos estos males vienen de adentro (Mc7.23). El mal no viene de afuera, el mal no se enseña; ya está adentro, sólo se alimenta.

          Entendiendo esto, volvamos a la pregunta inicial: ¿el hecho de que algo sea natural en mí, es suficiente razón para que yo acepte esa tendencia y la practique? La respuesta es NO. No podemos fiarnos de lo que sentimos o pensamos por naturaleza, porque entonces estaríamos camino a nuestra destrucción siguiendo el consejo de nuestro peor enemigo: Nuestro corazón. “El corazón humano es lo más engañoso que hay, y extremadamente perverso. ¿Quién realmente sabe qué tan malo es?” (Jer 17.9 - Nueva Traducción Viviente).

          Tú puedes vivir confiando en tu corazón o confiando en Dios; tú decides. Esta es la razón por la cual el mundo está como está, porque las personas han decidido vivir conforme a lo que sienten en vez de vivir conforme a la verdad de la Palabra de Dios, por eso Dios dice: “…una y otra vez les he advertido:Obedézcanme. Pero no obedecieron ni prestaron atención, sino que siguieron la terquedad de su malvado corazón” (Jer 11.7-8). Pero estas no son malas noticias, porque una vez que uno empieza a conocer la verdad, va camino a la libertad. Primero es necesario que el enfermo reconozca su necesidad para que luego pueda aceptar seguir el tratamiento y así ser sanado; por eso en esta parte de la nota he presentado el problema, y en la siguiente presentaré la solución detallada. 

          “Ok, Diego. Yo quiero hacer lo que Dios me pide, pero no puedo. La carne es débil”.

          En la segunda parte hablaré sobre cómo vencer al enemigo interno y ser libre de los malos deseos del corazón. ¡No dejes de leerla!

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LEE LA SEGUNDA PARTE DE ESTE ARTÍCULO AQUÍ: http://bit.ly/1hFJDEH

miércoles, 9 de enero de 2013

Yo maté a Lucía


          Yo maté a Lucía. No se lo he contado a nadie, no me creerían. Es que ni yo lo creo todavía. Ya sé lo que estarás pensando: “¡Estás loco!”. Loco hubiese terminado si la dejaba con vida; el mundo era demasiado pequeño para nosotros dos, o al menos mi mundo lo era. 
          Nunca me lo pidió con su boca, pero su mirada indiferente me lo gritaba a viva voz: “¡déjame morir!” En ese momento no concebía la posibilidad de hacerlo, así que decidí extenderle misericordia y darle una última oportunidad. Fue esa noche de jueves cuando se empezó a escribir, como diría García Márquez, la crónica de una muerte anunciada.

          Esa noche la cité con alguna ocurrente excusa; ella aceptó. Encontramos un cómodo espacio en el segundo nivel de una conocida cafetería y le compré algo de comer como ella ya estaba acostumbrada a que yo lo haga (tanto que a sus ojos ya no era más un gesto de caballerosidad sino un simple ritual que yo estaría condenado a cumplir cada vez que deseara pasar tiempo con ella; y claro, yo lo hacía con gusto). Me senté a su derecha sobre el mismo mueble mientras Lucía cortaba el croissant relleno de pollo con tanta delicadeza como sólo ella.

      Dime –dijo sin mirarme mientras transportaba a su boca un pedazo de croissant traspasado por el tenedor.

          Su tan perfecto cruce de piernas, su torso tan bien erguido al sentarse y su gélida seriedad por un momento llegaron a exasperarme. Me daba la impresión de estar frente a una estatua de hielo. Lucía no era siempre así, sólo cuando sabía que algo fuerte se asomaba. Probablemente ella ya intuía lo que planeaba decirle y esta era una especie de estratagema para conseguir desbaratarme esperando que así yo desista. ¡Ella no entendía nada! ¡Yo estaba intentando salvarle la vida y ella no colaboraba! Pero pensé que ya estaba ahí y que no podía rendirme ahora. La amaba demasiado como para dejarla morir sin antes intentar hacerla reaccionar.

      Bueno, seré breve –dije, y luego guardé silencio esperando una mirada de atención.

          No dejé de mirarla fijamente. Al principio trató de ignorar mi acecho fingiendo estar más interesada en la textura de ese eterno hojaldre que era su sándwich, pero luego de un par de minutos no aguantó más. Se volvió hacia mí de tres cuartos frunciendo el ceño con una exagerada expresión de ¿te pasa algo? Entonces supe que era el momento.

          De más está contar a detalle todo mi discurso. Le dije que aún la amaba, y que estaba seguro que ella también a mí, aunque ella creía que ya no. A modo de vidente le expliqué que nuestro destino era estar unidos, que éramos el uno para el otro, e intenté demostrárselo reconstruyendo cada etapa de nuestra relación desde el día que nos conocimos. Nuestra historia estaba tan llena de magia y de curiosas “coincidencias” que (en serio) yo había llegado a creer que el mismo Dios había escrito este guión. Si hubiese podido capturar su rostro durante el transcurso de mi declaración, podría ahora unir todas las fotos y lograr una película de horror. Su expresión permutó desde un “Qué pena me das…” hasta un “¿Terminaste?”, sin antes pasar por un “Qué ridículo” y un “Qué asco…”. Me dio a entender de todas las maneras posibles que yo no tenía esperanza alguna con ella, y como a mí parecía no importarme, pretendió liquidarme diciéndome que mi intento de sorprenderla con una rosa “anónima” (lo digo entre comillas porque, aunque diga lo contrario, ella siempre supo que era yo) había sido un rotundo fracaso. Ella se había ilusionado pensando que otro chico la había enviado, y cuando se dio cuenta que no había sido él, la botó a la basura. Pero yo estaba dispuesto a todo esa noche con tal de salvarla, así que la invité a reflexionar sobre mi teoría de que no habría ningún otro hombre capaz de recordar la fecha exacta de la primera vez que la vio y hasta qué llevaba puesto ese día, sin contar todas las otras fechas, conversaciones por msn y anécdotas que yo llevaba registradas en un diario que empecé a escribir un mes después de haberla conocido, el cual ya contaba con 342 páginas escritas. 
ENFERMIZO. 
Ese fue el término con que Lucía definió mi interés por ella, dándome así la estocada final.

          La acompañé en un taxi de vuelta a su instituto (gracias a Dios el camino fue corto). Debía sentirme destrozado por dentro, con ganas de llorar amargamente hasta el asfixie por saber que era la última vez que la vería con vida, pero por alguna extraña razón una inexplicable férrea paz me poseyó por completo.  Me despedí de ella cortésmente, ella me devolvió el despido con una sonrisa y un chausito con su característica vocecita traviesa. Era una buena actriz.

          En un principio decidí ser sólo indiferente a su existencia, pero eso fue como pretender ser indiferente al viento en medio de un huracán: RIDÍCULO.  La eliminé del facebook y borré su número de mi directorio telefónico aprovechando que era nuevo y aún no se tatuaba en mi mente como todos los números que tenían que ver con ella (Fechas, días, horas. Es que todo lo que tenía que ver con ella poseía la habilidad de adherirse a mi alma. Sabía de memoria la fecha exacta cuando la vi por primera vez, cuando me habló por primera vez, cuando chateamos por primera vez, cuando salimos por primera vez, cuando tuvimos nuestro primer abrazo –real–, cuando le dije por primera vez que la amaba y ella dijo “ya no”; cuando me dijo por primera vez que me amaba y yo dije “tal vez”).  En fin, me desconecté de ella casi por completo. Casi… siempre casi.

          Estando lejos de Lucía sentí comprender un poco mejor a los drogadictos. Cuando Lucía no estaba, estaba más que nunca. No es la droga lo terrible, sino la drogadicción. Si el mal habita dentro de uno mismo, huir es inútil. El virus debía morir; ella debía morir. Entonces no tuve otra opción: o vivía ella o vivía yo; y por primera vez, después de dos años respirando sólo para complacerla, dije: YO.

          Ese 28 de Mayo fue para mí como un 28 de Julio. Nunca olvidaré el día que proclamé mi independencia. Lucía murió ahogada, descuartizada e incinerada: Ahogada cuando decidí desechar la canción que tiempo atrás le escribí y nunca le canté; descuartizada cuando desgarré tendón por tendón esa carta pop-up manufacturada por ella misma que me regaló en mi cumpleaños dos años atrás; incinerada cuando le prendí fuego a aquella foto que me tomó dormido el día en que nos conocimos. Y, para frustración de los peritos de criminalística que trabajaban en mi mente, erradiqué toda huella de su existencia cuando borré para siempre aquél diario que soñaba con regalarle el día de nuestra boda.  La velé, la lloré, y luego seguí mi camino.

          Ella aún anda y respira, ella aún no siente el dolor, ella aún no lo sabe, pero ha muerto. Su recuerdo a veces me asalta como la lluvia al verano, pero entonces me digo a mí mismo: ELLA MURIÓ.

          Sus ojos brillantes. Ella murió. Su impaciencia. Ella murió. Su sonrisa perfecta. Ella murió. Sus celos. Ella murió. Su indescifrable aroma. Ella murió. Su voz engreída. Ella murió. Su lunar en el extremo superior derecho de su espalda. Ella murió. Su apatía. Ella murió. Su imprudente Nikon semi-profesional. Ella murió. Puchero. Ella murió. Las caminatas a su casa. Ella murió. Su ternura. Ella murió. Su amargura. Ella murió. Su abdomen. Ella murió. El pantalón ayacuchano que nunca usé. Ella murió. El quiebre de su cadera. Ella murió. Su inmadurez. Ella murió. Las conversaciones a las 3.00am. Ella murió. El msn. Ella murió. El skype. Ella murió. Aladino. Ella murió. Risas. Ella murió. Lágrimas. Ella murió. El eterno trayecto a su casa. Ella murió. Sus insultos que eran caricias. Ella murió. Los karaokes. Ella murió. La canción que nunca le canté. Ella murió. Sus pies. Ella murió. Su inseguridad. Ella murió. Su cabeza en mi hombro.  Ella murió. El diario que nunca leerá. Ella murió. El capachún camino a mi casa. Ella murió. Su exasperante seriedad. Ella murió. El estreno de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte. Ella murió. Sus leggings. Ella murió. El cuadro que nunca colgó. Ella murió. Comprarle comida. Ella murió. Su primer vuelo. Ella murió. Las botas de gamuza que pisé. Ella murió. Su primera rosa. Ella murió. Su familia. Ella murió. ¿Por qué te enojas si al final te casarás conmigo? Ella murió. Su mirada indiferente como si yo nunca hubiese significado nada. Ella murió.

          Yo perdí esta guerra, aunque nunca fuimos rivales; fuimos cómplices, pero yo la amé, y amar es lo mismo que perder.
          Yo maté a Lucía; porque es más fácil olvidar a un muerto que a un vivo. Con ella murió la esperanza del tal vez algún día, y ese fue mi primer paso hacia la libertad. Hoy me siento mejor que nunca y, por primera vez después de dos años, puedo decir:


Q.E.P.D. Lucía Vivanco.





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