Es Lunes por la mañana,
y a la altura de la cuadra cuatro del jirón Jacarandá, en Valle Hermoso, Surco,
como es de esperarse, todos los alumnos de secundaria del Colegio C.C. están más concentrados en los dígitos de sus relojes que en las últimas
indicaciones que da el maestro antes de que suene el timbre del recreo. A
diferencia de otros días, no es el hambre lo que los tiene ansiosos. Un corto,
pero nada aburrido fin de semana, acaba de culminar, y los comentarios de los
últimos sucesos están a flor de labio. Algunos que llegaron tarde y no tuvieron
tiempo antes de clases para comentar o enterarse de los chismes, no aguantan
las ansias y arrancan un pedazo de papel de su cuaderno de Cívica para mandar
un mensaje a su compañero vecino (algún uso debe darse al ochenta por ciento de
ese cuaderno que nunca llega a utilizarse). Esos papelitos doblados en seis o
arrugados hasta más no poder ocultan desde las más inocentes hasta las más
morbosas inquietudes que un adolescente puede tener:
¿Antonio se te declaró?, Tu viejo
llamó ayer a mi casa, ¿Agarraste con Mariana?, ¿Por qué no fuiste a la fiesta?,
¿Llegaste a tirar con ella?
Algunas notitas se pierden
en el camino –sobre todo las que se aventuran a cruzar el salón de un extremo a
otro–; otras llegan a su destinatario, pero nunca regresan; en el peor de los
casos, unas cuantas son interceptadas por el maestro de turno, y sólo algunas
afortunadas vuelven con la esperada respuesta: te cuento en el recreo.
Suena el timbre, el cual
parece haber estado tan desesperado como los alumnos por sonar porque pasan
quince segundos y no se calla. El más respetuoso cierra su cuaderno suavemente
esperando que el profesor termine de hablar; el menos respetuoso, ni siquiera
lo abrió. Antes de juntarse, la mayoría de chicos abren rápidamente su mochila
y sacan algún sándwich con su respectiva cajita de Frugos, leche chocolatada, o
alguna otra bebida que venga en envase tetra pack (el yogurt que viene con
cereales arriba y una cucharita plegable no pasa del sexto grado de primaria;
después se vuelve ridículo e infantil). Las chicas sacan sus galletas, alguna
fruta –con un cuchillo si tienen que pelarla– y un refresco; unas cuantas sacan
la billetera o el monedero para comprarse algo en el kiosco. Con excepción de
un par, todos salen desordenadamente del salón. Normalmente los grupos son
mixtos, pero, por ser lunes, los géneros suelen separarse para tratar temas de hombres y cosas de chicas.
Sin duda alguna, aquél y
aquella que realizaron la más grande hazaña del fin de semana serán el centro
de atención. Él, de quien se rumorea que el sábado por la noche, en plena
fiesta de Andrea, debutó con Mariana,
camina con aires de campeón hacia la cancha de fulbito con cuatro compañeros
detrás suyo exigiendo detalles.
– Ya les dije que no pasó nada –dice
de manera no muy convincente y con cierta sonrisa picaresca.
Probablemente es cierto que no pasó nada. No quiere mentir, pero tampoco
está muy interesado en aclarar el rumor. Lo niega de tal manera que no le
crean; así, irónicamente, queda como el
pendejito caballero.
A ella, por otro lado,
la rodean varias amigas en la banca que está al lado de la cancha de vóley.
– ¿Cómo se te declaró Antonio?
–pregunta la más inocente.
– ¡Eso qué interesa! –interrumpe otra
compañera, al parecer más experimentada–. ¿Qué tal lo hace?
– ¡¿Qué estás hablando, huevona?! Sólo
agarraron –afirma la que parece ser la amiga más íntima de Mariana, defendiendo
la cuestionada dignidad de su amiga.
Van, por lo menos, cinco
preguntas en menos de un minuto, todas contestadas, pero no por Mariana.
Aunque éste es el evento
más comentado del fin de semana, tal vez no sea el más importante. Muchos otros
jóvenes, aunque no muy populares, son protagonistas de sus propias historias.
Una pelirroja sale del
salón de cómputo y baja las escaleras; la acompaña una chica de lentes grandes
con expresión de preocupación. Ambas se dirigen al baño que está al lado de la
sala de profesores. La chica de lentes saca del bolsillo de su blusa algo como
una tarjetita. La pelirroja la toma y entra al baño. Se llama Vanessa. No
estuvo el sábado en la fiesta de Andrea; estaba invitada pero se sintió
indispuesta. Lo que su amiga le dio, probablemente sea un test de embarazo. La
chica de lentes se queda afuera. Se siente culpable porque ella fue quien le
dijo a Vanessa: Toma estas pastillas. Si
te cuidas, no pasa nada. Mira hacia los lados como haciendo guardia. Falló
en proteger a su amiga de un espermatozoide rebelde; no fallará en protegerla
del escándalo.
Del baño de al lado, el de
hombres, sale un muchacho bajo, de pelo alborotado. Se dirige a las bancas del
pequeño óvalo que hay en medio del patio. Tiene el pómulo izquierdo moreteado y
los ojos rojos. Probablemente, si consiguió dormir anoche, no fue por mucho
tiempo. Tiene un aspecto bastante descuidado, pero no parece importarle. Las
chicas igual lo admiran. Su nombre es Sebastián. Cursa por segunda vez tercero
de media. Los problemas en su casa son de conocimiento público. Su mamá está
embarazada de un colega del trabajo, y su papá la ha botado de la casa. Él fue
uno de los primeros en irse de la fiesta de Andrea el sábado. Ximena, su
enamorada, dice que dos chicos de unos veinte años de edad lo recogieron en un
Toyota blanco. El domingo su papá estuvo llamando a todos sus compañeros porque
Sebastián no había ido a dormir. No se supo nada de él hasta las cuatro de la
tarde, cuando llegó ebrio y drogado a su casa. Su papá estaba furioso. Tal vez
eso explica el moretón en su rostro. Se sienta en la banca y se recuesta en las
piernas de una chica. Es Ximena. Ella le dice que sus papás viajan esta noche
hasta la próxima semana, y que si quiere puede quedarse unos días con ella
hasta que su papá se tranquilice. Se acerca Carmen, la directora de disciplina,
y le dice que los pies no son para ponerse sobre la banca y que vaya a
arreglarse la camisa y la corbata si no quiere quedarse en permanencia.
Carmen sigue su camino
acompañada por una chica de cuarto año y su madre; se dirigen hacia la oficina
de la psicóloga. Esta joven que la acompaña tiene ojos grandes, es rellenita y
muy fina de rostro. A pesar del fuerte sol, usa chompa. Su nombre es Natalia.
Empezó a ser tratada con Pilar, la psicóloga, después de que la profesora de
lenguaje se percató de los cortes que tenía en el antebrazo izquierdo. Natalia
no fue a la fiesta de Andrea. Así no haya sido por una fuerte crisis depresiva,
no estaba invitada de todos modos. Su mamá está preocupada porque su hija no
quiere hablar con nadie, así que pidió a la tutora de cuarto que hable con sus
compañeros para que éstos le presten más atención y la hagan sentir importante.
Además, acordó una cita con la psicóloga hoy a las once de la mañana, a la cual
parece que se dirigen.
Llegan a la oficina de
psicología. Pilar abre la puerta y sale acompañada de un muchacho de pelo lacio
y raya al medio. Es Esteban. Dicen que este muchacho tiene más amigas que
amigos, y lo molestan de cabro. Es
una de las personas más amables que hay en la escuela, dicen los profesores, y
estudiante ejemplar, pero no es muy sociable con sus compañeros varones. Suele
pasarse los recreos en la oficina de Pilar; probablemente es la única persona
que lo escucha sin juzgarlo. Esteban se despide de Pilar mientras Natalia y su
madre entran en la oficina. Se dirige al kiosco y le pide a Juan, el encargado,
unas galletas de soda. Camina unos pasos y se sienta en la banca más cercana,
al lado del bebedero. Mira solamente su galleta, como concentrándose en un
punto fijo para evitar ver alrededor y notar una vez más que está solo. No
tiene reloj en su muñeca al cual mirar, pero parece esperar ansioso que se acabe
el recreo, o el día entero, o la vida misma.
Suena el timbre. Los que
estaban a punto de comprar algo en el kiosco reniegan porque ya no les quieren
vender nada. Los que están jugando fútbol prolongan el partido gritando: ¡La última jugada! El que estaba tocando
guitarra en el jardín sigue tocando camino a la clase con un coro de tres
chicas que lo acompañan. Los grupos de chicas siguen conversando sin parar mientras
se dirigen a sus clases, y probablemente continuarán hasta que el profesor entre
y las calle (o las separe). Algunas envolturas de galletas decoran los patios,
y la bulla se va repartiendo entre pabellones y aulas.
Sólo han sido quince
minutos, pero por cada uno de ellos, decenas de historias se han escrito en los
patios de este colegio. Historias que no se cuentan. Historias que no se
escriben. Historias de las cuales, de aquí en algún tiempo, tal vez sólo se
publicarán los trágicos finales:
Quinceañera aborta
embarazo de tres meses. Joven muere de sobredosis. Adolescente se suicida sin
razón aparente. Estudiante ejemplar infectado de SIDA.
Entonces la sentencia de un sabio e
indignado adulto no tardará: Esta
juventud está perdida. ¿Perdida en este laberinto que es la adolescencia?
Suena bastante lógico. Lo que no parece lógico es el hecho de ver cómo aquellos,
que por ser adultos dicen conocer mejor este laberinto la vida, no son
sensibles a las necesidades de sus jóvenes, y han olvidado de que alguna vez
ellos también se perdieron. Tal vez la mejor manera de guiarlos fuera del
laberinto no es llamándolos desde el otro extremo, sino entrar en el mismo y
tomarlos de la mano, haciéndoles saber que aunque caigan muchas veces, y
algunas cueste levantarse, de alguna manera u otra, todo laberinto tiene una
salida.
***
"Cuando (Jesús) vio a
las multitudes, les tuvo compasión, porque estaban confundidas y desamparadas,
como ovejas sin pastor."
Mt 9.36
Mt 9.36
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