martes, 19 de noviembre de 2013

Vivir




Hace poco me contaron la historia de un hombre que horas antes de morir le confesó a su esposa que durante las últimas semanas había pasado los mejores días de su vida. Cuatro meses antes le habían diagnosticado un cáncer terminal. La mujer, conociendo de cerca lo mucho que habían sufrido junto a toda su familia, se mostró confundida y hasta indignada por tal comentario. Entonces el hombre le explicó que desde el momento en que le dieron la noticia algo cambió en él; de pronto ya nada parecía demasiado urgente ni importante. Pasaba los viajes en la combi atento a las conversaciones ajenas, y se sorprendía a sí mismo contento cuando el terrible tráfico de Lima le permitía escuchar el desenlace de alguna interesante historia. Ahí encontró un nuevo pasatiempo: abrir la ventana del carro por completo hasta que el viento violento le dificultara la respiración; entonces reía a carcajadas. Se lamentaba por aquellos que se pasaban todo el trayecto renegando con los ojos clavados en su reloj de muñeca, como si su preocupación pudiera afectar de alguna manera el irremediable curso del tiempo. Cuando caminaba por lugares muy transitados se paraba en medio del tumulto y observaba a la gente. Todos se veían tan apurados. Alguno sostenía el pan en la boca mientras anudaba su corbata, otra caminaba casi a ciegas por andar maquillándose. Nadie se miraba, nadie saludaba ni mostraba amabilidad al rozarse con otro; cada uno vivía en su mundo. Pero entre tantas actitudes cuestionables que observó, la que más le sacó de quicio fue la de dos amigos que mientras almorzaban juntos en un restaurante apenas se dirigían la palabra por andar pegados al celular.

        Tras pasar varias horas en la calle, durante el tiempo que aún el cuerpo se lo permitió, regresaba a casa y los ladridos de su shih tzu, antes detestados y malditos, ahora parecían música y hasta le resultaban conmovedores. Descubrió que podía pasar tiempo con sus hijos sin que su mente se distrajera en las tareas pendientes de la oficina; se maravilló de cómo los videojuegos ahora se veían tan realistas, pero más grande fue su sorpresa cuando notó que el menor de sus pequeños ya usaba desodorante mientras que a su hijita ya le venía la regla. Recordó que sabía preparar muy buenos ceviches, que le encantaba leer en voz alta y resolver el sudoku en el baño. Los ojos de su esposa últimamente tenían una tonalidad caramelo que lo volvía loco; ¿o es que siempre fueron de ese color? ¡Bah! Ya no importaba, porque esos mismos ojos que lloraron cuando el cura los declaró marido y mujer hacía ya doce años, ahora lloraban suplicantes, cansados, cada vez más lejanos. El hombre imaginaba la línea de su vida antes de la noticia como un garabato: demasiados trazos, ningún dibujo. Y ahora, mientras todo su cuerpo se adormilaba pacientemente, se preguntaba a sí mismo cómo… cómo es posible vivir tan poco en tanto tiempo, y luego tanto en tan poco.

2 comentarios:

  1. "entre tantas actitudes cuestionables, la que más le sacó de quicio fue la de dos amigos que (...) apenas se dirigían la palabra por andar pegados al celular." Ok, lo tendré más presente desde ahora. Buen mensaje.

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