martes, 24 de diciembre de 2013

Acariciar el momento



    Hacía un calor extraño. No producía sudor pero incomodaba la respiración. Daniel no aguantó más y se dirigió a la terraza del segundo piso. Se apoyó en la baranda metálica con el torso desnudo y sintió complacido el frío en el vientre. Los cohetes ya empezaban a reventar en hilera: Cada año la navidad llegaba más rápido. O quizás cada año él la esperaba con menos ansias, o quizás simplemente ya no la esperaba. En seguida creyó que ése podría ser el tema para la columna que debía publicar antes de la medianoche en la revista virtual. Pero no, no lo entusiasmaba. Empezó a sentirse ansioso y maldijo el momento en que se comprometió con su jefe en escribir algo por navidad. ¡Por Dios, era navidad! Cualquier discurso cursi sería bien recibido por sus lectores. Pero ése había sido siempre el gran problema de Daniel: si no tienes nada nuevo que decir, mejor no digas nada. Era como una ley auto impuesta que últimamente le había estado trayendo dificultades en el trabajo.
    —¿Mirando las estrellas titilar? —dijo una voz ronca por detrás suyo—¡Mariconadas!
    Daniel se volvió hacia la sala. Soltó una carcajada al ver al tío Ronald vistiendo solo un bóxer mientras una falsa barba blanca le adornaba la cara y un gorro de Papanoel ocultaba su calvicie.
    —Qué pasa. ¿Papanoel no tiene derecho a refrescarse las bolas un poco? —dijo el tío con fingida seriedad.
    —Claro que sí —dijo Daniel sin dejar de sonreír—. Será una larga noche para el viejo.
    El hombre dio unos pasos y se apoyó también en la baranda justo al lado de su sobrino.
    —Ya, habla. Qué te pasa —le dijo y le dio dos palmaditas en la espalda antes de abrazarlo por encima del hombro.
    —Hmmm… Nada importante, tío.
    —Mira, no te voy a regalar ni un carajo por navidad, así que aprovecha que te estoy ofreciendo un poco de mi tiempo. No te cobraré por el consejo.
    Daniel rió sin dejar de mirar al cielo. Ni una estrella a la vista.
    —Bueno, nada. Tengo que escribir una vaina por navidad para la columna de la revista y estoy bloqueado. Me quedan menos de tres horas; quieren publicarlo exactamente a las doce.
    —Chuta. Estás cagado.
    Daniel se carcajeó. Lo miró de tres cuartos y le sacó el dedo medio:
    —GRACIAS POR LA NOTICIA.
    Ambos rieron y perdieron su mirada entre las calles decoradas con luces multicolores.
    Luego de un breve silencio el tío Ronald tomó la palabra:
    —Si el año pasado hubiese sabido que esa era la última navidad que iba a tener vivo a mi viejo quizás la hubiera aprovechado más. Pero esas cosas nunca se saben, así que está bien. Creo.
    —¿A qué te refieres con aprovechar más?
    El tío Ronald se acarició la barba postiza y frunció los labios.
    —Bueno, no recuerdo nada en especial de esa noche. Eso significa que la viví como cualquier otra noche. Tal vez hubiese tomado muchas fotos, hubiera filmado, me hubiera cagado de risa de todos sus chistes a pesar de ser malos y repetidos… —calló un instante y sonrió— No sé, me hubiera quedado con él conversando de estupidez y media hasta el amanecer. Lo hubiera abrazado. Le hubiera dicho que lo amaba un culo… —aclaró la garganta al darse cuenta de que su voz amenazaba con empezar a temblar. Apoyó ambas manos en la baranda y soltó un suspiro más parecido a la resignación que a la tristeza; finalmente añadió—: Mierda, cómo extraño al viejo.
    Daniel se volvió hacia su tío y lo observó con detenimiento. Intuyó que la marea de los recuerdos se había alzado y prefirió no interrumpirlo en ese momento de introspección. Pensó en las palabras que acababa de oír y, como iluminada por un relámpago mental, una frase apareció ante sus ojos: Acariciar el momento. Sí, era una buena frase para resumir el discurso de su tío. De pronto supo que tenía el título para su artículo de navidad.

martes, 19 de noviembre de 2013

Vivir




Hace poco me contaron la historia de un hombre que horas antes de morir le confesó a su esposa que durante las últimas semanas había pasado los mejores días de su vida. Cuatro meses antes le habían diagnosticado un cáncer terminal. La mujer, conociendo de cerca lo mucho que habían sufrido junto a toda su familia, se mostró confundida y hasta indignada por tal comentario. Entonces el hombre le explicó que desde el momento en que le dieron la noticia algo cambió en él; de pronto ya nada parecía demasiado urgente ni importante. Pasaba los viajes en la combi atento a las conversaciones ajenas, y se sorprendía a sí mismo contento cuando el terrible tráfico de Lima le permitía escuchar el desenlace de alguna interesante historia. Ahí encontró un nuevo pasatiempo: abrir la ventana del carro por completo hasta que el viento violento le dificultara la respiración; entonces reía a carcajadas. Se lamentaba por aquellos que se pasaban todo el trayecto renegando con los ojos clavados en su reloj de muñeca, como si su preocupación pudiera afectar de alguna manera el irremediable curso del tiempo. Cuando caminaba por lugares muy transitados se paraba en medio del tumulto y observaba a la gente. Todos se veían tan apurados. Alguno sostenía el pan en la boca mientras anudaba su corbata, otra caminaba casi a ciegas por andar maquillándose. Nadie se miraba, nadie saludaba ni mostraba amabilidad al rozarse con otro; cada uno vivía en su mundo. Pero entre tantas actitudes cuestionables que observó, la que más le sacó de quicio fue la de dos amigos que mientras almorzaban juntos en un restaurante apenas se dirigían la palabra por andar pegados al celular.

        Tras pasar varias horas en la calle, durante el tiempo que aún el cuerpo se lo permitió, regresaba a casa y los ladridos de su shih tzu, antes detestados y malditos, ahora parecían música y hasta le resultaban conmovedores. Descubrió que podía pasar tiempo con sus hijos sin que su mente se distrajera en las tareas pendientes de la oficina; se maravilló de cómo los videojuegos ahora se veían tan realistas, pero más grande fue su sorpresa cuando notó que el menor de sus pequeños ya usaba desodorante mientras que a su hijita ya le venía la regla. Recordó que sabía preparar muy buenos ceviches, que le encantaba leer en voz alta y resolver el sudoku en el baño. Los ojos de su esposa últimamente tenían una tonalidad caramelo que lo volvía loco; ¿o es que siempre fueron de ese color? ¡Bah! Ya no importaba, porque esos mismos ojos que lloraron cuando el cura los declaró marido y mujer hacía ya doce años, ahora lloraban suplicantes, cansados, cada vez más lejanos. El hombre imaginaba la línea de su vida antes de la noticia como un garabato: demasiados trazos, ningún dibujo. Y ahora, mientras todo su cuerpo se adormilaba pacientemente, se preguntaba a sí mismo cómo… cómo es posible vivir tan poco en tanto tiempo, y luego tanto en tan poco.

martes, 29 de octubre de 2013

Cuando pienso en LM

Soy memoria en tiempo presente
Un aborto tardío, un abrazo distante
Soy el libro quemado de Sábato
Orgasmo prometido, el mejor recuerdo olvidado
Soy tantas cosas…
Espejo de ciego, canto de sordo, belleza invisible…
Soy polvo barrido por la ráfaga del tiempo

¿Quién recordará esta risa?
¿Quién sufrirá mi dolor hasta la sangre?
Quién morirá conmigo… quién morirá conmigo.


















jueves, 24 de octubre de 2013

No me olvides

01:36 a.m.
He llegado a la conclusión de que las canciones suenan mejor de madrugada, con un poco de frío y otro tanto de nostalgia. “No me olvides” se llama esta canción; la encontré sin querer y ya perdí la cuenta de las veces que la voy repitiendo.
Escuchando la letra me hice una pregunta: ¿Cuántas personas a esta hora de la madrugada estarán pensando en alguien que está lejos? Pidiéndole en secreto, suplicándole en silencio: No me olvides.

Cuando extraño a alguien me pregunto qué estará haciendo, qué estará pensando, de qué estará hablando, qué llevará puesto. Y cuando reflexiono en el hecho de que esa persona, en ese mismo instante en que yo la pienso, está respirando en otra parte del planeta, me estremezco. Es como si la memoria fuese un hilito irrompible que nos ata a lugares remotos, a vidas distantes, a tiempos ajenos.   



martes, 25 de junio de 2013

Mamá es de Júpiter

     


     Desde muy pequeño, la idea de que mamá era extraterrestre empezó a deambular por mi cabeza, y con el paso del tiempo llegó a convertirse en la inquietud que me cobró innumerables noches de sueño. 

     Cada vez que no encontraba algo en mi cajón iba a donde ella y le decía que no estaba. Ella hinchaba las fosas nasales, exhalaba por la nariz y con esos inconfundibles párpados cansados me miraba como diciendo: ¿otra vez? «En serio má. Ya busqué bien.», solía responder yo prolongando la última sílaba de cada frase como entonando una melodía de queja.
     Recuerdo ver su menuda figura cruzarse frente a mí y alejarse en dirección a mi cuarto. Mientras andaba, murmuraba entre dientes cosas como: «Nada pueden hacer solos. Siempre la misma historia.» entre otras filosóficas reflexiones propias de una madre ama de casa. «¡Emiliano!», la escuchaba gritar, y desde mi lejanía ya sabía que ella había encontrado la prenda, pero que seguramente no la había movido de su lugar para poder restregarme en la cara lo ciego que era. ¿Cómo lo hacía? ¡Si yo mismo había buscado una y otra vez! Llegué realmente a pensar que mi madre tenía habilidades extraterrestres pero no tenía con quién compartir esa, aunque ya no a mi parecer, descabellada ocurrencia. 
     Cierto día, mientras mi papá veía tele y yo fingía estar haciendo cálculos matemáticos en mi mente, escuché a un señor de la tele decir que nuestro planeta estaba repleto de seres extraterrestres disfrazados de humanos. Según él, estos seres secuestraban a las personas y tras una serie de experimentos lograban copiar con una exactitud de miedo cada rasgo físico y emocional. Luego las dormían indefinidamente y suplantaban su identidad adecuándose a su entorno social, familia, trabajo, etc., con el fin de cumplir no sé qué misión. Ellos provenían de Júpiter y tenían poderes especiales. Entonces todo cobró sentido: ¡Dios mío! ¡Mamá era de Júpiter!
     ¡Pero eso no era todo! En ese programa decían que la forma de comprobar si algún conocido era extraterrestre era haciendo "la prueba del micrófono". Escuché con atención las instrucciones y apunté mentalmente cada paso. Decían que los "jupiterianos" hablan en su idioma nativo durante las madrugadas mientras duermen. Estaba decidido a llegar hasta las últimas instancias. Preparé todo, y dos días después puse en marcha el plan maestro. 
     

     Una noche, mientras mis padres entretenían a un tío mío en la cocina hablando de noticias y otras cosas de grandes (¡aburrido!), sigilosamente me escabullí en el cuarto de mamá. Instalé un pequeño micrófono exactamente entre el colchón y la madera del cabezal, y me fui a dormir con unos audífonos conectados a un viejo aparatito, el cual oculté en el cajón de mi mesita de noche. Todo este mecanismo fue cortesía de Andrés, el ñoño de mi vecino que sólo me prestó sus aparatos con la condición de que le haga durante toda una semana la tarea de mate (claro que se la hice mal a propósito, por ñoño). 

     Esperé aprisionado entre mis sábanas de Batman lo que para mí fueron horas. Suaves luces que provenían de la calle se infiltraban por el espacio desnudo de la ventana, y sombras multiformes se dibujaban en mi pared blanca. Me preguntaba qué pasaría de funcionar el plan: ¿qué haría yo? ¿Cómo le contaría a papá? Me estremecí al imaginar a mi mamá (la verdadera) secuestrada en una máquina interespacial, dormida profundamente. Desde esa dimensión desconocida de los sueños, ella me decía a gritos que yo era su única esperanza. Recuerdo que fue exactamente a las 00:37 que empecé a sentir movimiento al otro lado. Me senté, abrí el cajón y subí el volumen del aparato. Apreté los auriculares a mis oídos y sentí cómo las manos me temblaban. Los sonidos se fueron agudizando poco a poco y, entonces, tuve el trauma de mi vida.
     Nueve meses después nació mi primer hermano.

sábado, 11 de mayo de 2013

Mayo once




Te escribo porque te soñé. Te escribo porque no puedo hablarte. 
Te escribo porque te soñé y no puedo hablarte.








11 de mayo del 2013 —03:21 a.m.

     

          Siete años, ¿puedes creerlo? Siete largos y fugaces años desde aquel jueves por la tarde. Segundo recreo. Cheesecake de fresa —ese plato rojo de plástico aún sigue en mi cocina—. Una banquita de madera. El timbre que ignoraste. Mi desordenado intento de persuasión; desordenado, pero efectivo al fin:

  —Sí.
  —¿Sí?
  —¡Sí!
  —¿En serio?
  —...sí.

      Te despediste con un beso. Un beso que más pareció una ráfaga de viento: fuerte, repentino y corto —pero lo suficientemente largo para dejarme ahí, quieto y sin habla—. Me veo ahora en ese mismo lugar, en la puerta del colegio, parado, estúpido, adolescente, sonriendo tontamente como aquél que ha sido besado por primera vez. Fue esa tarde, en plena guerra en la frontera del verano y el otoño, mientras veía tu taxi alejarse, que lo entendí: aunque el amor primero no sea el ‘para siempre’, para siempre será el amor primero.

       Tantas cosas pasaron desde entonces. Pero bueno, no decidí escribirte para narrar nuestra historia (por más ‘buen escritor’ que me considere, no me atrevería a escribirla por temor a que no parezca tan maravillosa como lo fue). En realidad decidí escribirte para decirte algo muy puntual: sigues aquí. Sí, todavía. Pero no te preocupes, no es ese tipo de nostalgia que desgarra el alma, no. Tampoco puedo decir que te pienso todos los días. Simplemente sigues aquí, como una parte de mí. Lo que es parte de uno mismo no se extraña, pero esa parte sí puede extrañar a uno mismo. Como ese curioso lunar que tengo en el pulgar de la mano derecha (sí, ese que por meses pensaste que era plumón): no lo extraño, pero cuando lo veo me extraño. Lo miro, lo analizo, sonrío, y luego lo olvido, hasta que de alguna manera se vuelve a cruzar ante mis ojos. Lo mismo me sucede contigo. No te extraño, pero tu rostro me extraña cuando de pronto se dibuja de memoria en el lienzo de mi mente. Te miro, te analizo, sonrío, y me doy cuenta que nunca te fuiste por completo. ¿Y yo, princesa, yo sí me fui?

     Cuando al fin entendí que no volverías no pude evitar preguntarme una y otra vez: ¿podré enamorarme así de nuevo? Y la respuesta es obvia, sí. Me volví a enamorar, una vez. Podría contarte a detalle ese penoso acontecimiento, pero ya la maté y no hay muerto malo, así que pasemos.

      El día que me dejaste temí por los dos: por ti, porque nadie llegase a amarte como yo; por mí, porque nadie llegase a amarte como yo. Y si digo ‘me dejaste’ es porque así fue; me dejaste demasiado: una almohada con aroma a pera. Un oso de peluche que aunque su parlante ya no funcione aún me dice a gritos que estás viva. Me dejaste un portadiscos decorado por ti misma con un cajoncito que aún contiene esa planta disecada. Un polo de ‘La gran sangre’ con un mensaje en chino cuyo significado me explicaste pero no logro recordar, y ahora lo uso como manga cero. Me dejaste un paradero a la altura de la cuadra 28 de la avenida Aviación, con tu fantasma caminando en línea recta hacia mí. Un sótano vacío en San Isidro, y un sofá esperando recibir nuestro peso tendido. Me dejaste un uniforme escolar guardado en la mochila, listo para vestirte y así no levantar sospechas. Un ‘jiqui’ y una chompa cuello de tortuga. Maní confitado. Parques y picnics. Me dejaste un modelo tan alto de mujer que se me hace casi imposible no comparar a todas contigo (y te cuento un secreto: sigues ganando a la distancia). Me dejaste las más intensas y opuestas emociones. Cartas escritas a mano con dibujitos de vacas y muñequitos parados de cabeza. Una canción que quizá nunca grabe. Muchas fotos y un diario. Me dejaste. Me dejaste una increíble historia que contarle a todo aquél que, con cuestionable interés, me pregunte si alguna vez me he enamorado.
 
       Nunca te toqué hasta lo profundo, pero llegué más profundo que nadie; como tú lo hiciste conmigo. Tú fuiste mi primer 14 de febrero.

      Hoy, mayo 11 del 2013, yo ya no soy el mismo; he cambiado mucho. Y a veces me pregunto si te volverías a enamorar de mí en caso de que el destino —divino— cruzase otra vez nuestros caminos. Aunque eso ya no importa ahora, porque ya no espero, no creo, y quizá tampoco quiero que pase. Lo único que quisiera es poder volver a hablarte, pero como ahora no me lo permites, todo lo que escribo lo hago con la ridícula esperanza de que algún día, tal vez aún en la clandestinidad de esa tierra lejana, puedas leerlo y sonrías. Si es que él —sabes de quién hablo— te permite sonreír.

       Sé que en estos días te estarás graduando (y pensar que yo te conocí quinceañera), así que no quiero dejar de felicitarte. No me sorprende que lo hayas logrado, pero tu inquebrantable determinación vuelve a maravillarme. Well done!
       Ya es tan tarde que casi es temprano; debo ir a dormir.

       Hasta que el sol se consuma y el mar se congele, for ever and ever till the end of times, 

te quiere, 

el que te amó.

       Que Dios nos bendiga.


    PD: Te dedico este video. Disfruta la canción: http://bit.ly/14dnN0e



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lunes, 11 de febrero de 2013

La anciana del faldón azul



El chico encuentra, contra todo pronóstico, un asiento desocupado detrás del chofer. Se apresura hacia él  mientras piensa que ese carro debe haber sido invisible para no estar repleto en plena hora punta. Inclina el cuerpo para acomodarse pero un pedazo de papel tamaño volante que está sobre el asiento llama su atención. Lo toma y le da una ojeada mientras posa su cuerpo sobre el cuero viejo. Ahora escuchen esto, ustedes que dicen... blah, blah, blah... Santiago no sé qué y no sé cuántos, piensa mientras lee superficialmente. Probablemente cortesía de un ex drogadicto predicador que subió a vender chicles. Dobla el papel en dos y lo guarda en el bolsillo de su polo –más por respeto al medio ambiente que por interesarle el contenido–. Pone su morral en su regazo. Apoya la nuca en el respaldar y levanta un poco el cuerpo para luego introducir su mano izquierda en el bolsillo trasero. Saca una billetera tan desgastada que, de intentarlo, no tendría forma de comprobar que es de marca Renzo Costa –cosa que no le incomoda en lo más mínimo–. Le pasa la voz al cobrador con un fresco choche, y le paga su pasaje cruzando mentalmente los dedos para que el joven de camisa celeste no le diga que faltaban veinte céntimos (en Lima uno nunca sabe cuándo a un cobrador se le ocurrirá cambiar la tarifa con la excusa del alza del petróleo o escudándose en un tarifario que respeta tanto como a la señal de “Paradero Prohibido”). No recibe ninguna objeción, así que guarda la billetera y saca una delgada separata fotocopiada de su morral. Gracias Carla, dice en su mente, y se sumerge en la lectura.  
       
      ¿Cuánto le costó el bus?

     El chico alza un poco la mirada casi sin mover la cabeza. En el asiento del copiloto visualiza de reojo un faldón azul. Puntos blancos desfilan a lo largo y ancho de la prenda.  Un poco más arriba, una blusa con motivos florales tejidos, y detrás del atuendo una anciana que mira atentamente al chofer con una curiosa expresión de intriga.

      Es de ocasión –dice el moreno conductor en tono serio sin dirigir la mirada hacia la anciana. No parece muy interesado en entablar una conversación.
      Oh… mejor aún –opina ella.

     Sin entender a lo que el hombre se refiere con de ocasión, el chico vuelve la mirada hacia el conjunto de papeles engrapados que sostiene en manos. Trata de retomar la lectura, pero de pronto las letras empiezan a saltar de un lado a otro debido al accidentado camino. Cierra y abre los ojos en un frustrado intento por aclarar la visión. Empieza a marearse.

      Bonito está. ¿Cuántos asientos tiene?
     Otra vez esa temblorosa voz.
      Treinta y seis.
     Otra vez esa cortante respuesta.

     Al caer en la cuenta de que su lucha es tan inútil como tratar de leer mientras se monta un potro salvaje, el chico desiste del intento y decide prestar atención a la conversación. Deposita sus manos sobre el morral apoyado en sus piernas sin soltar la separata y dirige la mirada hacia la anciana. La estudia detenidamente. De pies a cabeza. Es una señora de muy avanzada edad. Él es malo calculando lo años de una persona a simple vista pero puede apostar que ella, en su último cumpleaños, no celebró un año más de vida, sino uno menos. Cuantos fueran sus años, lo cierto es que parecen haberse acumulado sobre sus párpados dando forma a unas bolsas de piel que descienden en línea curva hasta dibujar unas vistosas patas de gallo en el rabillo de cada ojo. Apariencia modesta pero elegante. Al observar las arrugas que surcan su piel, el chico piensa que, de haber hormigas aficionadas al rally, ese rostro sería el recorrido de ensueño para una competencia Dakar. Suelta una risita silenciosa al reflexionar en tal ocurrencia.  

      Yo tenía un bus también. Ahora está en provincia –dice la vetusta señora mientras recorre el pasillo del vehículo con la mirada. El ceño fruncido y los ojos entrecerrados dejan en claro que ver más allá de sus narices no le es cosa fácil–. Ahora quiero uno nuevo, pero ¿están caros no?

     ¿Uno nuevo? ¿La vieja tiene planes «a futuro»?piensa el chico.
     El chofer parece coincidir en el pensamiento con él ya que por primera vez se vuelve hacia la anciana para mirarla directamente al rostro. La observa con el entrecejo fruncido por dos segundos y luego retorna la mirada hacia el frente.

      Letras de dos mil dólares.
      Wau… –exclama ella con una expresión de sorpresa propia de un niño–. Si fuera china podría comprarme uno. Los chinos ponen su chifa y ganan tres mil o cuatro mil dólares al mes. Imagínese.

     El conductor no puede más mantenerse serio ante tal comentario. Suelta una risa acompañada de un movimiento de hombros. Ella también ríe. Sus labios no se separan mucho, pero sí lo suficiente como para dejar ver unos cuantos dientes inferiores que habrían sobrevivido sabe Dios a cuántos cientos de cepilladas.

      Es en serio, joven–dice la anciana con una voz entrecortada por la risa.

     El chico se siente seducido ante tal escena, hasta conmovido sin entender bien por qué. Esboza una sonrisa y vuelve a observar detenidamente a la abuela mientras ella sigue con su discurso.

      Los chinos llegan con los pies en el suelo y después de unos meses… Pero los peruanos, nada. No nos gusta trabajar, sólo dormir –extiende el brazo izquierdo y abre la mano para referirse a los pasajeros–. Ahorita todos están yendo a su casa a dormir.

     El chofer apoya la nuca en el respaldar del asiento y se echa a reír a carcajadas. El chico tampoco puede contener esta vez la risa. Pero no emite sonido, sólo deja salir aliento por la boca mientras su abdomen se contrae una y otra vez. Es una sensación extraña la que siente. Sin darse cuenta, una tierna anciana de faldón azul lo ha encandilado. Observa sus canas. Sus mechones son semejantes a dunas de nieve. Se pregunta cuánto tiempo ha tenido que pasar para que el pigmento de cada una de esas hebras se esfume sin dejar rastro. Dónde habrá ido a parar cada uno de esos cabellos que se desprendieron de su cabeza en algún instante de su vida. Cuántos recuerdos la desbordarán en sus noches más nostálgicas. Cuántas historias con detalles inventados podría contar tratando de hacer creer que su memoria sigue intacta.
     Mientras más piensa, más se estremece. Baja un poco la mirada y se topa con unos ojos grisáceos. Quizá alguna vez fueron color miel. Al imaginarlo, la visualiza joven. Hermosa. Cabello castaño. Sonrisa angelical. La misma falda, pero con la basta treinta centímetros más arriba. Lima en los años cuarenta. Puede figurárselo de una manera verosímil gracias a las anécdotas que su abuelo le contaba. Pelo ondeado, al estilo de la época. La ve soplando la vela de su quinceavo cumpleaños. Caminando bajo la lluvia. Dentro de su imaginación, una suave melodía de Richard Clayderman acompaña la película de imágenes. La ve chapoteando y humedeciendo su cuerpo a la orilla del mar. Corriendo. Saltando. Bailando. La ve coqueteando. Su primer beso. La ve en pijama chismoseando con sus amigas. La ve en plena madrugada recostada en el marco de una ventana, con el viento haciendo que su cabello flote mientras trata de imaginarse cómo será su vida de ahí a diez años. La ve desnuda caminando de espaldas hacia la bañera. La ve en una fiesta, sonriente por los efectos del vino y desbordando alegría mientras cree, aunque inconscientemente, que la belleza y juventud son eternas. De pronto, la anciana vuelve su rostro hacia él por encima del hombro y ambos sostienen la mirada. La sorpresa lo trae de vuelta al tiempo presente. La mirada cansada. La piel estrujada. El cuerpo encorvado. Entonces una figura lo conmueve hasta las entrañas: Ve a la misma joven, pero ahora aprisionada en un cuerpo decrépito. Detrás de esos ojos, la hermosa chica pide auxilio desesperadamente. No quiere morir. Se resiste a pensar que sus días están prontos a terminarse. Pero ese cuerpo que la ha tomado cautiva la ha sentenciado a muerte, y esa sentencia es irrevocable. Él trata de imaginar qué debe sentir esa mujer al saber que su vida gira como una rueda sobre una pendiente hacia un eterno abismo, y cuando lo imagina, una ola de angustia lo revuelca. Una lástima que nunca había experimentado le oprime el pecho al contemplar a la anciana y pensar que, mientras que a él le queda tanto futuro por delante, a ella no le queda más que el pasado y unas cuantas migas del presente. Inclina el rostro y se mira las manos. Jóvenes. Vigorosas. Sus articulaciones intactas. Su piel lisa. Se palpa la cabeza y disfruta el punzón de esos diminutos cabellos erguidos. Es bueno saber que recién es cachimbo. Es bueno ser joven aún. Se alegra de tener tanto camino por recorrer, de no tener que buscarle conversación a extraños porque quizá en casa ya todos se fueron. Él acaba de abrir el libro de la vida y ella está a punto de cerrarlo, y aunque le da lástima por ella, le reconforta saber cuán larga es la vida.
   
      ¡A ver, quién baja Circunvalación!

     La ronca voz del cobrador le hace saber que ha llegado a su destino. Se pasa la tira del morral por encima de la cabeza. Pone la mano izquierda sobre el respaldar del chofer para tomar impulso y pararse. Al darse cuenta de que el chico ya se baja, la anciana asiente suavemente sin apartarle la mirada como indicándole que puede seguir su camino. El chico dibuja con la boca una curva sin lograr formar una sonrisa, como quien se despide de un enfermo terminal tratando de hacerle pensar que todo estará bien. Se pone de pie y da un par de pasos hacia la puerta. Con una mano se sostiene de la barra metálica horizontal que pende de los extremos del bus esperando que el vehículo baje la velocidad y se pegue a la derecha. Con la otra mano sostiene la separata que no pudo leer. El vehículo disminuye la velocidad hasta detenerse. 
  
      ¡A ver, aprovechen los que bajan Circunvalación! ¡Doblo a la izquierda!
      Oye, tienes que pegarte a la derecha. No podemos bajar aquí –protesta una joven en sastre.
      Ya pe amiguita, colabore. Aproveche que está en rojo.

     El chico ignora el intercambio de palabras. Está apresurado. Su enamorada aguarda su llegada y no es buena idea hacerla esperar demasiado. Sobre todo hoy que cumplen oficialmente un mes de pareja; una extensa demora le malograría el humor y, por ende, la noche entera. Baja del carro en dos saltitos. Piensa en la anciana: ella no podría ni soñar con dar saltitos tan ágiles como aquellos. La añosa señora, aún dentro del bus, empuja la ventana a duras penas y el viento desata una tormenta de nieve sobre su cabeza. Mientras tanto, cinco pasos separan al chico de la vereda. Ella tose. Él respira con demasiada facilidad. Ella se recuesta sobre el asiento y se toma el pecho. Él abre el bolsillo principal del morral, y cuando está a punto de introducir la separata en el mismo, escucha el estruendo de una bocina. Gira el rostro hacia la derecha, y antes de poder ver nada, las luces se apagan. Su cuerpo da vueltas sobre el capot del auto; tan velozmente que es imposible contarlas. Su frente golpea el asfalto, y luego el resto de su cuerpo le sigue. 
     Un pedazo de papel plegado se mece en el aire, desciende lentamente y se posa sobre el suelo a menos de cinco centímetros del rostro del chico que yace boca arriba. Un enunciado divino, una conspiración del universo, o simplemente una caprichosa coincidencia, pero este es el mensaje que esa hojita lleva impreso:


“Ahora escuchen esto, ustedes que dicen: «Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad, pasaremos allí un año, haremos negocios y ganaremos dinero.» ¡Y eso que ni siquiera saben qué sucederá mañana! ¿Qué es su vida? Ustedes son como la niebla, que aparece por un momento y luego se desvanece. Más bien, debieran decir: «Si el Señor quiere, viviremos…”


Santiago 4.13-15


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lunes, 21 de enero de 2013

15 Minutos de Recreo




           Es Lunes por la mañana, y a la altura de la cuadra cuatro del jirón Jacarandá, en Valle Hermoso, Surco, como es de esperarse, todos los alumnos de secundaria del Colegio C.C. están más concentrados en los dígitos de sus relojes que en las últimas indicaciones que da el maestro antes de que suene el timbre del recreo. A diferencia de otros días, no es el hambre lo que los tiene ansiosos. Un corto, pero nada aburrido fin de semana, acaba de culminar, y los comentarios de los últimos sucesos están a flor de labio. Algunos que llegaron tarde y no tuvieron tiempo antes de clases para comentar o enterarse de los chismes, no aguantan las ansias y arrancan un pedazo de papel de su cuaderno de Cívica para mandar un mensaje a su compañero vecino (algún uso debe darse al ochenta por ciento de ese cuaderno que nunca llega a utilizarse). Esos papelitos doblados en seis o arrugados hasta más no poder ocultan desde las más inocentes hasta las más morbosas inquietudes que un adolescente puede tener:

          ¿Antonio se te declaró?, Tu viejo llamó ayer a mi casa, ¿Agarraste con Mariana?, ¿Por qué no fuiste a la fiesta?, ¿Llegaste a tirar con ella?

          Algunas notitas se pierden en el camino –sobre todo las que se aventuran a cruzar el salón de un extremo a otro–; otras llegan a su destinatario, pero nunca regresan; en el peor de los casos, unas cuantas son interceptadas por el maestro de turno, y sólo algunas afortunadas vuelven con la esperada respuesta: te cuento en el recreo.

          Suena el timbre, el cual parece haber estado tan desesperado como los alumnos por sonar porque pasan quince segundos y no se calla. El más respetuoso cierra su cuaderno suavemente esperando que el profesor termine de hablar; el menos respetuoso, ni siquiera lo abrió. Antes de juntarse, la mayoría de chicos abren rápidamente su mochila y sacan algún sándwich con su respectiva cajita de Frugos, leche chocolatada, o alguna otra bebida que venga en envase tetra pack (el yogurt que viene con cereales arriba y una cucharita plegable no pasa del sexto grado de primaria; después se vuelve ridículo e infantil). Las chicas sacan sus galletas, alguna fruta –con un cuchillo si tienen que pelarla– y un refresco; unas cuantas sacan la billetera o el monedero para comprarse algo en el kiosco. Con excepción de un par, todos salen desordenadamente del salón. Normalmente los grupos son mixtos, pero, por ser lunes, los géneros suelen separarse para tratar temas de hombres y cosas de chicas.      

          Sin duda alguna, aquél y aquella que realizaron la más grande hazaña del fin de semana serán el centro de atención. Él, de quien se rumorea que el sábado por la noche, en plena fiesta de Andrea, debutó con Mariana, camina con aires de campeón hacia la cancha de fulbito con cuatro compañeros detrás suyo exigiendo detalles.
     Ya les dije que no pasó nada –dice de manera no muy convincente y con cierta sonrisa picaresca.
         Probablemente es cierto que no pasó nada. No quiere mentir, pero tampoco está muy interesado en aclarar el rumor. Lo niega de tal manera que no le crean; así, irónicamente, queda como el pendejito caballero.

          A ella, por otro lado, la rodean varias amigas en la banca que está al lado de la cancha de vóley.
     ¿Cómo se te declaró Antonio? –pregunta la más inocente.
 ¡Eso qué interesa! –interrumpe otra compañera, al parecer más experimentada. ¿Qué tal lo hace?
     ¡¿Qué estás hablando, huevona?! Sólo agarraron –afirma la que parece ser la amiga más íntima de Mariana, defendiendo la cuestionada dignidad de su amiga.
     Van, por lo menos, cinco preguntas en menos de un minuto, todas contestadas, pero no por Mariana.

          Aunque éste es el evento más comentado del fin de semana, tal vez no sea el más importante. Muchos otros jóvenes, aunque no muy populares, son protagonistas de sus propias historias.

          Una pelirroja sale del salón de cómputo y baja las escaleras; la acompaña una chica de lentes grandes con expresión de preocupación. Ambas se dirigen al baño que está al lado de la sala de profesores. La chica de lentes saca del bolsillo de su blusa algo como una tarjetita. La pelirroja la toma y entra al baño. Se llama Vanessa. No estuvo el sábado en la fiesta de Andrea; estaba invitada pero se sintió indispuesta. Lo que su amiga le dio, probablemente sea un test de embarazo. La chica de lentes se queda afuera. Se siente culpable porque ella fue quien le dijo a Vanessa: Toma estas pastillas. Si te cuidas, no pasa nada. Mira hacia los lados como haciendo guardia. Falló en proteger a su amiga de un espermatozoide rebelde; no fallará en protegerla del escándalo.
          Del baño de al lado, el de hombres, sale un muchacho bajo, de pelo alborotado. Se dirige a las bancas del pequeño óvalo que hay en medio del patio. Tiene el pómulo izquierdo moreteado y los ojos rojos. Probablemente, si consiguió dormir anoche, no fue por mucho tiempo. Tiene un aspecto bastante descuidado, pero no parece importarle. Las chicas igual lo admiran. Su nombre es Sebastián. Cursa por segunda vez tercero de media. Los problemas en su casa son de conocimiento público. Su mamá está embarazada de un colega del trabajo, y su papá la ha botado de la casa. Él fue uno de los primeros en irse de la fiesta de Andrea el sábado. Ximena, su enamorada, dice que dos chicos de unos veinte años de edad lo recogieron en un Toyota blanco. El domingo su papá estuvo llamando a todos sus compañeros porque Sebastián no había ido a dormir. No se supo nada de él hasta las cuatro de la tarde, cuando llegó ebrio y drogado a su casa. Su papá estaba furioso. Tal vez eso explica el moretón en su rostro. Se sienta en la banca y se recuesta en las piernas de una chica. Es Ximena. Ella le dice que sus papás viajan esta noche hasta la próxima semana, y que si quiere puede quedarse unos días con ella hasta que su papá se tranquilice. Se acerca Carmen, la directora de disciplina, y le dice que los pies no son para ponerse sobre la banca y que vaya a arreglarse la camisa y la corbata si no quiere quedarse en permanencia.
          Carmen sigue su camino acompañada por una chica de cuarto año y su madre; se dirigen hacia la oficina de la psicóloga. Esta joven que la acompaña tiene ojos grandes, es rellenita y muy fina de rostro. A pesar del fuerte sol, usa chompa. Su nombre es Natalia. Empezó a ser tratada con Pilar, la psicóloga, después de que la profesora de lenguaje se percató de los cortes que tenía en el antebrazo izquierdo. Natalia no fue a la fiesta de Andrea. Así no haya sido por una fuerte crisis depresiva, no estaba invitada de todos modos. Su mamá está preocupada porque su hija no quiere hablar con nadie, así que pidió a la tutora de cuarto que hable con sus compañeros para que éstos le presten más atención y la hagan sentir importante. Además, acordó una cita con la psicóloga hoy a las once de la mañana, a la cual parece que se dirigen.
          Llegan a la oficina de psicología. Pilar abre la puerta y sale acompañada de un muchacho de pelo lacio y raya al medio. Es Esteban. Dicen que este muchacho tiene más amigas que amigos, y lo molestan de cabro. Es una de las personas más amables que hay en la escuela, dicen los profesores, y estudiante ejemplar, pero no es muy sociable con sus compañeros varones. Suele pasarse los recreos en la oficina de Pilar; probablemente es la única persona que lo escucha sin juzgarlo. Esteban se despide de Pilar mientras Natalia y su madre entran en la oficina. Se dirige al kiosco y le pide a Juan, el encargado, unas galletas de soda. Camina unos pasos y se sienta en la banca más cercana, al lado del bebedero. Mira solamente su galleta, como concentrándose en un punto fijo para evitar ver alrededor y notar una vez más que está solo. No tiene reloj en su muñeca al cual mirar, pero parece esperar ansioso que se acabe el recreo, o el día entero, o la vida misma.

          Suena el timbre. Los que estaban a punto de comprar algo en el kiosco reniegan porque ya no les quieren vender nada. Los que están jugando fútbol prolongan el partido gritando: ¡La última jugada! El que estaba tocando guitarra en el jardín sigue tocando camino a la clase con un coro de tres chicas que lo acompañan. Los grupos de chicas siguen conversando sin parar mientras se dirigen a sus clases, y probablemente continuarán hasta que el profesor entre y las calle (o las separe). Algunas envolturas de galletas decoran los patios, y la bulla se va repartiendo entre pabellones y aulas.

          Sólo han sido quince minutos, pero por cada uno de ellos, decenas de historias se han escrito en los patios de este colegio. Historias que no se cuentan. Historias que no se escriben. Historias de las cuales, de aquí en algún tiempo, tal vez sólo se publicarán los trágicos finales:

Quinceañera aborta embarazo de tres meses. Joven muere de sobredosis. Adolescente se suicida sin razón aparente. Estudiante ejemplar infectado de SIDA.

          Entonces la sentencia de un sabio e indignado adulto no tardará: Esta juventud está perdida. ¿Perdida en este laberinto que es la adolescencia? Suena bastante lógico. Lo que no parece lógico es el hecho de ver cómo aquellos, que por ser adultos dicen conocer mejor este laberinto la vida, no son sensibles a las necesidades de sus jóvenes, y han olvidado de que alguna vez ellos también se perdieron. Tal vez la mejor manera de guiarlos fuera del laberinto no es llamándolos desde el otro extremo, sino entrar en el mismo y tomarlos de la mano, haciéndoles saber que aunque caigan muchas veces, y algunas cueste levantarse, de alguna manera u otra, todo laberinto tiene una salida.  

          Son las once de la mañana con diecisiete minutos; el recreo ha terminado.



***

"Cuando (Jesús) vio a las multitudes, les tuvo compasión, porque estaban confundidas y desamparadas, como ovejas sin pastor."
Mt 9.36


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viernes, 11 de enero de 2013

Enemigo en casa - Parte II



          Aviso: Antes de leer este artículo, asegúrate de haber leído la primera parte: Enemigo en casa - ParteI


          ¡Alerta roja! ¡El enemigo está en casa! Este enemigo vive dentro de cada uno y crece en medida que se le alimenta. Las vivencias, los traumas y experiencias de cada uno, sumándose el temperamento que cada individuo tiene por naturaleza, han alimentado a su enemigo de una manera particular. Dependiendo de estos factores, a algunos su corazón los termina llevando a vivir en temor, a otros a la promiscuidad, a otros a los vicios como la droga o el alcohol, a otros a la perversión sexual, a otros a la vida delincuencial, a otros en la corrupción, y así sucesivamente. El deseo del enemigo es tomar completo control de nosotros; ¿cómo lo logra? Camuflándose dentro de nosotros y creando una falsa identidad.

          Ahora explicaré la mayor artimaña de tu enemigo interior para tomar el control de tu vida sin que tú siquiera lo sospeches. ¿Cómo se crea la falsa identidad? A lo largo de la vida un individuo define su identidad principalmente en base a lo que él piensa de sí mismo y siente. Ahora, lo que él piensa y siente va a depender de las experiencias vividas o de tendencias naturales; ahí entra en acción el enemigo interno (el corazón, la carne). Por ejemplo, un niño no recibió afecto, creció tímido e inseguro de sí mismo. Esto lo llevó a no desarrollarse socialmente y a no desarrollar relaciones normales. Mientras va creciendo, se da cuenta que con los niños sí puede desenvolverse con confianza y puede tener el control, cosa que no puede lograr con sus contemporáneos. A todo este se suma su deseo sexual natural que desea ser saciado y su necesidad emocional de sentirse apreciado. El enemigo interno aprovechará todas estas circunstancias para generar en esta persona una atracción hacia los niños. Al principio él se asustará y dirá: ¿Por qué siento esta atracción? Probablemente luche contra esa atracción por un tiempo, pero al darse cuenta que esos deseos y fantasías no se van, terminará rindiéndose y aceptando que él es así. De esta manera sus deseos hacia los niños irán en aumento, de tal forma que tal vez ya no sienta atracción hacia una mujer adulta, sino especialmente hacia los niños. Este proceso puede darse de una manera tan natural que el hombre  hasta creerá estar enamorado de un niño, y no verá nada de malo en ello. Citaré un extracto del testimonio de un hombre de 45 años de edad, un pedófilo confeso:

          “…Encontré que había un niño nuevo entre ellos, tenía alrededor de 10 años y era un niño tímido; empezó a hablar conmigo y platicamos tranquilamente, todos nos empezamos a arrojar hojas de los árboles a cada uno, pero este niño continuaba tirándomelas hacia la cara, parecía que yo era la única persona que estaba ahí. En esos momentos fue cuando me enamoré de él.” (*ver fuente)

          Este hombre fue perdiéndose en una identidad basada en los deseos de su corazón, y al no encontrar salida, terminó aceptándola al punto de ver como algo natural el hecho de enamorarse de un niño. El enemigo interno crece de una manera tan cautelosa que se camufla haciéndose pasar por nosotros mismos. Del mismo modo trabaja en la vida de la mayoría de personas, en algunas con mayores consecuencias que en otras. Una persona empieza con pensamientos de odio, y puede terminar siendo un asesino sin escrúpulos; otra persona puede empezar deseando dinero fácil, y puede terminar volviéndose un total corrupto. Todos los males de este mundo son consecuencia de esto: Las personas sienten, crean su identidad en base a lo que sienten (si siento esto, debo ser así), y finalmente actúan conforme a lo que han creído.

          Hace un tiempo atrás, conversaba con un amigo que por mucho tiempo vivió relaciones homosexuales. Cuando él decidió dejar esa vida, se dio cuenta que esos deseos seguían ahí y que la lucha sería dura. Él aún dudaba de su identidad, y me contaba que sus viejos amigos le decían que era un reprimido, porque teniendo esos deseos no los satisfacía. Yo le dije lo siguiente:

         Te tengo una buena noticia: Lo que sientes no determina lo que eres. Que sientas deseos de ingerir alcohol no significa que seas un alcohólico ni que debes vivir satisfaciendo esos deseos; que sientas atracciones hacia niños no significa que seas un pedófilo ni que debes satisfacer esos deseos; que sientas atracciones hacia personas de tu mismo sexo no significa que seas homosexual ni que debas entregarte a esas atracciones. De todos modos, estas inclinaciones deben tratarse, pero nunca aceptarse como identidad. Luchar contra los deseos de la carne NO es reprimirse, es vivir en libertad, luchar contra la esclavitud. Cuando logres diferenciar lo que son deseos de tu carne con lo que es tu identidad verdadera, habrás dado un gran paso hacia la libertad.

          El apóstol Pablo pasó por las mismas luchas, pero él aprendió a diferenciar lo que era él y lo que era sucarne:

De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. -- Romanos 7.17-20.     (Énfasis añadido).

          Que el enemigo interno no te confunda: No eres lo que sientes, eres lo que Dios dice que eres. En Su Palabra encontrarás tu verdadera identidad, y aprenderás a identificar los malos deseos del corazón que te llevan a hacer lo que no te conviene. Tal vez el mundo te diga que no tiene nada de malo seguir esos deseos, que es normal. Pero sería muy peligroso sacar tu conclusión según los criterios humanos, porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación(Lc16.15); y hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte (Pr14.12). Nadie mejor que tu creador para decirte quién eres. La Palabra de Dios es el camino a la vida, libertad y paz.

          Ahora, cuando decidas dejar de seguir los deseos de tu corazón y obedecer la voz de Dios, te encontrarás con las mismas palabras del apóstol Pablo citadas anteriormente: el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. La Biblia enseña que el pecado es una ley, y las leyes se cumplen. Por ejemplo, la ley de la gravedad no puede resistirse por mucho tiempo. Si estiras tus brazos y los pones en posición horizontal, probablemente logres mantenerlos así por un rato, pero terminarás cansándote y los regresarás a su posición inicial. La ley de la gravedad hace que todo se someta a ella, así hagas un gran salto, caerás de nuevo. Es necesaria una ley mayor para poder vencer permanentemente a la ley de la gravedad. Por eso un avión puede mantenerse en el aire siempre y cuando no se le acabe la gasolina. Aunque sigue siendo influenciado por la gravedad, está diseñado de tal manera que no caerá. Lo mismo pasa en la vida de las personas, la ley del pecado sólo puede vencerse con una ley superior, la ley del Espíritu: Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte (Rm8.2). Cuando decides creer en Jesucristo y entregarle tu vida, dentro de ti ocurre lo que la Biblia llama El nuevo nacimiento. Cuando naces del Espíritu, naces a una nueva ley, la ley del Espíritu de vida, y lo que antes no podías lograr por tus fuerzas, lo lograrás con la fuerza del Espíritu Santo en ti. Como un avión, tal vez sigas siendo influenciado por la ley de la gravedad (la ley del pecado) que quiere atraerte hacia abajo; pero la ley del Espíritu (la Gracia de Dios) es superior y no permitirá que caigas. Sólo asegúrate de alimentar el Espíritu y no proveer para los deseos de la carne. La ley del Espíritu es superior. No hay nada imposible para Él.

         Miles de personas hoy en día viven engañadas por el enemigo en casa, y son llevadas a cometer las mayores perversidades por no conocer la verdad. Pero también miles de personas son rescatadas por el conocimiento de la verdad y la fe en Jesucristo.

Ciertamente les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado —respondió Jesús—.
Así que si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres. –
Juan8.34 y 36.

          Busca la verdad; hoy puedes ser VERDADERAMENTE libre.


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