lunes, 21 de enero de 2013

15 Minutos de Recreo




           Es Lunes por la mañana, y a la altura de la cuadra cuatro del jirón Jacarandá, en Valle Hermoso, Surco, como es de esperarse, todos los alumnos de secundaria del Colegio C.C. están más concentrados en los dígitos de sus relojes que en las últimas indicaciones que da el maestro antes de que suene el timbre del recreo. A diferencia de otros días, no es el hambre lo que los tiene ansiosos. Un corto, pero nada aburrido fin de semana, acaba de culminar, y los comentarios de los últimos sucesos están a flor de labio. Algunos que llegaron tarde y no tuvieron tiempo antes de clases para comentar o enterarse de los chismes, no aguantan las ansias y arrancan un pedazo de papel de su cuaderno de Cívica para mandar un mensaje a su compañero vecino (algún uso debe darse al ochenta por ciento de ese cuaderno que nunca llega a utilizarse). Esos papelitos doblados en seis o arrugados hasta más no poder ocultan desde las más inocentes hasta las más morbosas inquietudes que un adolescente puede tener:

          ¿Antonio se te declaró?, Tu viejo llamó ayer a mi casa, ¿Agarraste con Mariana?, ¿Por qué no fuiste a la fiesta?, ¿Llegaste a tirar con ella?

          Algunas notitas se pierden en el camino –sobre todo las que se aventuran a cruzar el salón de un extremo a otro–; otras llegan a su destinatario, pero nunca regresan; en el peor de los casos, unas cuantas son interceptadas por el maestro de turno, y sólo algunas afortunadas vuelven con la esperada respuesta: te cuento en el recreo.

          Suena el timbre, el cual parece haber estado tan desesperado como los alumnos por sonar porque pasan quince segundos y no se calla. El más respetuoso cierra su cuaderno suavemente esperando que el profesor termine de hablar; el menos respetuoso, ni siquiera lo abrió. Antes de juntarse, la mayoría de chicos abren rápidamente su mochila y sacan algún sándwich con su respectiva cajita de Frugos, leche chocolatada, o alguna otra bebida que venga en envase tetra pack (el yogurt que viene con cereales arriba y una cucharita plegable no pasa del sexto grado de primaria; después se vuelve ridículo e infantil). Las chicas sacan sus galletas, alguna fruta –con un cuchillo si tienen que pelarla– y un refresco; unas cuantas sacan la billetera o el monedero para comprarse algo en el kiosco. Con excepción de un par, todos salen desordenadamente del salón. Normalmente los grupos son mixtos, pero, por ser lunes, los géneros suelen separarse para tratar temas de hombres y cosas de chicas.      

          Sin duda alguna, aquél y aquella que realizaron la más grande hazaña del fin de semana serán el centro de atención. Él, de quien se rumorea que el sábado por la noche, en plena fiesta de Andrea, debutó con Mariana, camina con aires de campeón hacia la cancha de fulbito con cuatro compañeros detrás suyo exigiendo detalles.
     Ya les dije que no pasó nada –dice de manera no muy convincente y con cierta sonrisa picaresca.
         Probablemente es cierto que no pasó nada. No quiere mentir, pero tampoco está muy interesado en aclarar el rumor. Lo niega de tal manera que no le crean; así, irónicamente, queda como el pendejito caballero.

          A ella, por otro lado, la rodean varias amigas en la banca que está al lado de la cancha de vóley.
     ¿Cómo se te declaró Antonio? –pregunta la más inocente.
 ¡Eso qué interesa! –interrumpe otra compañera, al parecer más experimentada. ¿Qué tal lo hace?
     ¡¿Qué estás hablando, huevona?! Sólo agarraron –afirma la que parece ser la amiga más íntima de Mariana, defendiendo la cuestionada dignidad de su amiga.
     Van, por lo menos, cinco preguntas en menos de un minuto, todas contestadas, pero no por Mariana.

          Aunque éste es el evento más comentado del fin de semana, tal vez no sea el más importante. Muchos otros jóvenes, aunque no muy populares, son protagonistas de sus propias historias.

          Una pelirroja sale del salón de cómputo y baja las escaleras; la acompaña una chica de lentes grandes con expresión de preocupación. Ambas se dirigen al baño que está al lado de la sala de profesores. La chica de lentes saca del bolsillo de su blusa algo como una tarjetita. La pelirroja la toma y entra al baño. Se llama Vanessa. No estuvo el sábado en la fiesta de Andrea; estaba invitada pero se sintió indispuesta. Lo que su amiga le dio, probablemente sea un test de embarazo. La chica de lentes se queda afuera. Se siente culpable porque ella fue quien le dijo a Vanessa: Toma estas pastillas. Si te cuidas, no pasa nada. Mira hacia los lados como haciendo guardia. Falló en proteger a su amiga de un espermatozoide rebelde; no fallará en protegerla del escándalo.
          Del baño de al lado, el de hombres, sale un muchacho bajo, de pelo alborotado. Se dirige a las bancas del pequeño óvalo que hay en medio del patio. Tiene el pómulo izquierdo moreteado y los ojos rojos. Probablemente, si consiguió dormir anoche, no fue por mucho tiempo. Tiene un aspecto bastante descuidado, pero no parece importarle. Las chicas igual lo admiran. Su nombre es Sebastián. Cursa por segunda vez tercero de media. Los problemas en su casa son de conocimiento público. Su mamá está embarazada de un colega del trabajo, y su papá la ha botado de la casa. Él fue uno de los primeros en irse de la fiesta de Andrea el sábado. Ximena, su enamorada, dice que dos chicos de unos veinte años de edad lo recogieron en un Toyota blanco. El domingo su papá estuvo llamando a todos sus compañeros porque Sebastián no había ido a dormir. No se supo nada de él hasta las cuatro de la tarde, cuando llegó ebrio y drogado a su casa. Su papá estaba furioso. Tal vez eso explica el moretón en su rostro. Se sienta en la banca y se recuesta en las piernas de una chica. Es Ximena. Ella le dice que sus papás viajan esta noche hasta la próxima semana, y que si quiere puede quedarse unos días con ella hasta que su papá se tranquilice. Se acerca Carmen, la directora de disciplina, y le dice que los pies no son para ponerse sobre la banca y que vaya a arreglarse la camisa y la corbata si no quiere quedarse en permanencia.
          Carmen sigue su camino acompañada por una chica de cuarto año y su madre; se dirigen hacia la oficina de la psicóloga. Esta joven que la acompaña tiene ojos grandes, es rellenita y muy fina de rostro. A pesar del fuerte sol, usa chompa. Su nombre es Natalia. Empezó a ser tratada con Pilar, la psicóloga, después de que la profesora de lenguaje se percató de los cortes que tenía en el antebrazo izquierdo. Natalia no fue a la fiesta de Andrea. Así no haya sido por una fuerte crisis depresiva, no estaba invitada de todos modos. Su mamá está preocupada porque su hija no quiere hablar con nadie, así que pidió a la tutora de cuarto que hable con sus compañeros para que éstos le presten más atención y la hagan sentir importante. Además, acordó una cita con la psicóloga hoy a las once de la mañana, a la cual parece que se dirigen.
          Llegan a la oficina de psicología. Pilar abre la puerta y sale acompañada de un muchacho de pelo lacio y raya al medio. Es Esteban. Dicen que este muchacho tiene más amigas que amigos, y lo molestan de cabro. Es una de las personas más amables que hay en la escuela, dicen los profesores, y estudiante ejemplar, pero no es muy sociable con sus compañeros varones. Suele pasarse los recreos en la oficina de Pilar; probablemente es la única persona que lo escucha sin juzgarlo. Esteban se despide de Pilar mientras Natalia y su madre entran en la oficina. Se dirige al kiosco y le pide a Juan, el encargado, unas galletas de soda. Camina unos pasos y se sienta en la banca más cercana, al lado del bebedero. Mira solamente su galleta, como concentrándose en un punto fijo para evitar ver alrededor y notar una vez más que está solo. No tiene reloj en su muñeca al cual mirar, pero parece esperar ansioso que se acabe el recreo, o el día entero, o la vida misma.

          Suena el timbre. Los que estaban a punto de comprar algo en el kiosco reniegan porque ya no les quieren vender nada. Los que están jugando fútbol prolongan el partido gritando: ¡La última jugada! El que estaba tocando guitarra en el jardín sigue tocando camino a la clase con un coro de tres chicas que lo acompañan. Los grupos de chicas siguen conversando sin parar mientras se dirigen a sus clases, y probablemente continuarán hasta que el profesor entre y las calle (o las separe). Algunas envolturas de galletas decoran los patios, y la bulla se va repartiendo entre pabellones y aulas.

          Sólo han sido quince minutos, pero por cada uno de ellos, decenas de historias se han escrito en los patios de este colegio. Historias que no se cuentan. Historias que no se escriben. Historias de las cuales, de aquí en algún tiempo, tal vez sólo se publicarán los trágicos finales:

Quinceañera aborta embarazo de tres meses. Joven muere de sobredosis. Adolescente se suicida sin razón aparente. Estudiante ejemplar infectado de SIDA.

          Entonces la sentencia de un sabio e indignado adulto no tardará: Esta juventud está perdida. ¿Perdida en este laberinto que es la adolescencia? Suena bastante lógico. Lo que no parece lógico es el hecho de ver cómo aquellos, que por ser adultos dicen conocer mejor este laberinto la vida, no son sensibles a las necesidades de sus jóvenes, y han olvidado de que alguna vez ellos también se perdieron. Tal vez la mejor manera de guiarlos fuera del laberinto no es llamándolos desde el otro extremo, sino entrar en el mismo y tomarlos de la mano, haciéndoles saber que aunque caigan muchas veces, y algunas cueste levantarse, de alguna manera u otra, todo laberinto tiene una salida.  

          Son las once de la mañana con diecisiete minutos; el recreo ha terminado.



***

"Cuando (Jesús) vio a las multitudes, les tuvo compasión, porque estaban confundidas y desamparadas, como ovejas sin pastor."
Mt 9.36


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4 comentarios:

  1. La mayoría de los jóvenes que atraviesan este tipo de problemas (si no es que todos) no piden ayuda a un adulto por temor a ser juzgados... menos rasgarse las vestiduras y más compasión.

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