sábado, 4 de octubre de 2014

La Tarifa


     Hoy se me ocurrió que el dolor es como uno de esos días en que decides parar un taxi y éste, a tu criterio, te quiere cobrar muy caro. No te molestas siquiera en regatear porque así te baje algunos soles esa tarifa es un abuso. Paras otro, te cobra igual. ¿Qué les pasa? Si siempre te cobran tres soles menos. Están locos. Vamos por otro. Y resulta que el siguiente te sorprende con una tarifa más alta. ¿Qué? Y otro igual. Y otro. Ya estás tarde. 
     Después de haber parado siete taxis, uno te cobra menos que el anterior pero más que el primero. Piensas: Debí haber tomado el primero; pero igual te subes, porque sabes que pudo ser mejor, pero podría ser peor.


Sumergia

Se sumergió, hermosa, en un sueño de amor. 
Y cuando se dio cuenta de que el aire se acababa, 
ya estaba demasiado hondo como para pensar en volver.


Antes de dormir

Cuando las luces se apagan
Y la noche susurra
Cuando las penas se acuestan
Y el mañana titila
El sonido de tu voz
Se hace dulce en mi memoria.




El nido

Hay una mujer que anida en mi pensamiento
Me arrincona como el viento contra un despeñadero
Hay una silueta haciendo eco en mi suspiro
Me desangra con un tiro y me devuelve el aliento
Y de tanto imaginarla ya no sé si lo que siento
Es amor o es olvido, es nostalgia o es lamento.

sábado, 9 de agosto de 2014

El viaje de Ana Paula



La noche en que recibí la noticia me vino la idea de un viaje, un viaje donde se pierde absolutamente todo contacto, desde donde no se pueden escribir cartas ni enviar postales, recibir llamadas ni dejar mensajes. Sí, ahí debía estar Ana Paula.

Llevaba un poco más de tres meses manteniendo contacto inter-diario con ella antes de su desaparición. Nos habíamos “conocido” por internet (una curiosa historia que no viene al caso contar ahora). Durante las primeras semanas de amistad tuve que luchar aguerridamente contra mi flagelante ansiedad por hablarle. ¿Qué tanto debía escribir durante nuestras conversaciones para no parecer desesperado pero tampoco indiferente? ¿Cuándo debía tomar la iniciativa del saludo y cuándo debía esperar a que ella lo hiciera? Si mis mensajes aparecían como leídos pero sin respuesta, entonces empezaba a auto maldecirme: ¡debía haberme aguantado! ¡Cuando ella me escribiera le haría lo mismo! Pero apenas su nombre aparecía en mi bandeja de entrada olvidaba mis impulsivas promesas de orgullo; otra vez todo era perfecto y yo era feliz.

Al cabo de un mes mis conflictos internos habían casi desaparecido por completo. Apu (como me había pedido que la llame) se mostraba cada vez más interesada en conocerme y dejarse conocer; hasta llegué a darme el lujo de no escribirle durante una semana entera para ver si ella decidía retomar el contacto, y lo hizo. Por medio de fotos instantáneas me mantenía al tanto de sus movimientos: dónde andaba, con quiénes y hasta qué comía. Todo esto sin ninguna pisca de dependencia por su parte ni de control obsesivo por la mía. La diferencia de horarios dejó de ser un inconveniente durante nuestras largas charlas nocturnas. Su padre roncaba muy fuerte, los gotones repicaban en el cristal de su ventana haciéndola asustar y su gata ya no maullaba desde que la operaron.

Con una tristeza casi ridícula me explicó que no podríamos hablar por un par de semanas ya que viajaría a otro pueblo para presentarse en un evento nacional de danza contemporánea y no llevaría su teléfono inteligente por equis motivos. Lo lamenté en un tono más bien irónico y me despedí sin mucha emotividad. Me gustaba sentir que empezaba a tener el control.

Las dos semanas se fueron a hurtadillas. Debió ser que su efusivo “te voy a extrañar mucho” generó en mí exactamente el efecto contrario.

La tarde en que Ana Paula debía estar de vuelta no recibí ningún mensaje. Revisé mi bandeja un par de veces y luego me prometí a mí mismo no volver a hacerlo hasta el día siguiente. Pero al día siguiente su foto con los labios fruncidos seguía sin aparecer en la cabecera de mi bandeja. Así pasó una semana y media más durante la cual todo el autocontrol del que ya empezaba a hacer alarde se desvaneció por completo. Por las noches renegaba de ella, de la facilidad que tiene la gente para olvidarse de los amigos, y hasta empezaba a dudar de si todas las cosas bonitas que Ana Paula solía decirme eran reales o solo cosa de mi malinterpretación. Visitaba su “muro” cada quince minutos a ver si publicaba algo, si comentaba alguna foto o tenía alguna interacción, pero nada. Pasé varias noches volviendo una y otra vez sobre nuestras conversaciones, releyendo las líneas en las que, según yo, ella había manifestado interés y gusto hacia mí; hasta llegué al punto de memorizarme algunas frases.

Recién a la tercera semana de haber vuelto de su viaje un mensaje de Ana Paula saltó en mi bandeja. En la pre-visualización solo se llegaba a leer la última línea: “Lamento no haberte escrito antes. Lo siento mucho”.

¡Ja! ¿Ella lo sentía? Pues lo sentiría más porque yo también sabía hacerme esperar. Pero mi huelga no pasó de las dos horas, luego me volqué sobre la computadora con el corazón que me brincaba de emoción por poder al fin, después de casi cinco semanas, volver a saber de ella:

Estimado Jorge, te habla la mamá de Ana Paula. Debo darte la terrible noticia de que Apu ha muerto. Todos estamos consternados y sin hallar consuelo por la partida de nuestra niña. Ahora mismo te escribo entre lágrimas, solo para decirte que Apu te tenía siempre presente, y que la noche en que ganó el trofeo de primer lugar me pidió desesperadamente que por favor entre a su facebook y que te la pase. ¿Se le ve muy feliz no? Guárdala, fue su última foto.
Lamento no haberte escrito antes. Lo siento mucho.

Supuestamente era su madre quien me hablaba, pero yo veía la misma foto de la chica de labios fruncidos. Pensé que Ana Paula se había inventado esa historia para deshacerse de mí, para no tener que explicarme que había empezado a salir con un chico que conoció en el viaje. Guardaba la esperanza de que su nombre apareciera una vez más en la cabecera de mi bandeja, de leer en mis noticias que Ana Paula Vinatea había actualizado su estado hacía un momento, que había pasado de estar soltera a estar en una relación, pero en su “muro” solo se leía una actualización de estado de hacía casi mes y medio:

“mee voy de viajeeeee!”

martes, 24 de diciembre de 2013

Acariciar el momento



    Hacía un calor extraño. No producía sudor pero incomodaba la respiración. Daniel no aguantó más y se dirigió a la terraza del segundo piso. Se apoyó en la baranda metálica con el torso desnudo y sintió complacido el frío en el vientre. Los cohetes ya empezaban a reventar en hilera: Cada año la navidad llegaba más rápido. O quizás cada año él la esperaba con menos ansias, o quizás simplemente ya no la esperaba. En seguida creyó que ése podría ser el tema para la columna que debía publicar antes de la medianoche en la revista virtual. Pero no, no lo entusiasmaba. Empezó a sentirse ansioso y maldijo el momento en que se comprometió con su jefe en escribir algo por navidad. ¡Por Dios, era navidad! Cualquier discurso cursi sería bien recibido por sus lectores. Pero ése había sido siempre el gran problema de Daniel: si no tienes nada nuevo que decir, mejor no digas nada. Era como una ley auto impuesta que últimamente le había estado trayendo dificultades en el trabajo.
    —¿Mirando las estrellas titilar? —dijo una voz ronca por detrás suyo—¡Mariconadas!
    Daniel se volvió hacia la sala. Soltó una carcajada al ver al tío Ronald vistiendo solo un bóxer mientras una falsa barba blanca le adornaba la cara y un gorro de Papanoel ocultaba su calvicie.
    —Qué pasa. ¿Papanoel no tiene derecho a refrescarse las bolas un poco? —dijo el tío con fingida seriedad.
    —Claro que sí —dijo Daniel sin dejar de sonreír—. Será una larga noche para el viejo.
    El hombre dio unos pasos y se apoyó también en la baranda justo al lado de su sobrino.
    —Ya, habla. Qué te pasa —le dijo y le dio dos palmaditas en la espalda antes de abrazarlo por encima del hombro.
    —Hmmm… Nada importante, tío.
    —Mira, no te voy a regalar ni un carajo por navidad, así que aprovecha que te estoy ofreciendo un poco de mi tiempo. No te cobraré por el consejo.
    Daniel rió sin dejar de mirar al cielo. Ni una estrella a la vista.
    —Bueno, nada. Tengo que escribir una vaina por navidad para la columna de la revista y estoy bloqueado. Me quedan menos de tres horas; quieren publicarlo exactamente a las doce.
    —Chuta. Estás cagado.
    Daniel se carcajeó. Lo miró de tres cuartos y le sacó el dedo medio:
    —GRACIAS POR LA NOTICIA.
    Ambos rieron y perdieron su mirada entre las calles decoradas con luces multicolores.
    Luego de un breve silencio el tío Ronald tomó la palabra:
    —Si el año pasado hubiese sabido que esa era la última navidad que iba a tener vivo a mi viejo quizás la hubiera aprovechado más. Pero esas cosas nunca se saben, así que está bien. Creo.
    —¿A qué te refieres con aprovechar más?
    El tío Ronald se acarició la barba postiza y frunció los labios.
    —Bueno, no recuerdo nada en especial de esa noche. Eso significa que la viví como cualquier otra noche. Tal vez hubiese tomado muchas fotos, hubiera filmado, me hubiera cagado de risa de todos sus chistes a pesar de ser malos y repetidos… —calló un instante y sonrió— No sé, me hubiera quedado con él conversando de estupidez y media hasta el amanecer. Lo hubiera abrazado. Le hubiera dicho que lo amaba un culo… —aclaró la garganta al darse cuenta de que su voz amenazaba con empezar a temblar. Apoyó ambas manos en la baranda y soltó un suspiro más parecido a la resignación que a la tristeza; finalmente añadió—: Mierda, cómo extraño al viejo.
    Daniel se volvió hacia su tío y lo observó con detenimiento. Intuyó que la marea de los recuerdos se había alzado y prefirió no interrumpirlo en ese momento de introspección. Pensó en las palabras que acababa de oír y, como iluminada por un relámpago mental, una frase apareció ante sus ojos: Acariciar el momento. Sí, era una buena frase para resumir el discurso de su tío. De pronto supo que tenía el título para su artículo de navidad.

martes, 19 de noviembre de 2013

Vivir




Hace poco me contaron la historia de un hombre que horas antes de morir le confesó a su esposa que durante las últimas semanas había pasado los mejores días de su vida. Cuatro meses antes le habían diagnosticado un cáncer terminal. La mujer, conociendo de cerca lo mucho que habían sufrido junto a toda su familia, se mostró confundida y hasta indignada por tal comentario. Entonces el hombre le explicó que desde el momento en que le dieron la noticia algo cambió en él; de pronto ya nada parecía demasiado urgente ni importante. Pasaba los viajes en la combi atento a las conversaciones ajenas, y se sorprendía a sí mismo contento cuando el terrible tráfico de Lima le permitía escuchar el desenlace de alguna interesante historia. Ahí encontró un nuevo pasatiempo: abrir la ventana del carro por completo hasta que el viento violento le dificultara la respiración; entonces reía a carcajadas. Se lamentaba por aquellos que se pasaban todo el trayecto renegando con los ojos clavados en su reloj de muñeca, como si su preocupación pudiera afectar de alguna manera el irremediable curso del tiempo. Cuando caminaba por lugares muy transitados se paraba en medio del tumulto y observaba a la gente. Todos se veían tan apurados. Alguno sostenía el pan en la boca mientras anudaba su corbata, otra caminaba casi a ciegas por andar maquillándose. Nadie se miraba, nadie saludaba ni mostraba amabilidad al rozarse con otro; cada uno vivía en su mundo. Pero entre tantas actitudes cuestionables que observó, la que más le sacó de quicio fue la de dos amigos que mientras almorzaban juntos en un restaurante apenas se dirigían la palabra por andar pegados al celular.

        Tras pasar varias horas en la calle, durante el tiempo que aún el cuerpo se lo permitió, regresaba a casa y los ladridos de su shih tzu, antes detestados y malditos, ahora parecían música y hasta le resultaban conmovedores. Descubrió que podía pasar tiempo con sus hijos sin que su mente se distrajera en las tareas pendientes de la oficina; se maravilló de cómo los videojuegos ahora se veían tan realistas, pero más grande fue su sorpresa cuando notó que el menor de sus pequeños ya usaba desodorante mientras que a su hijita ya le venía la regla. Recordó que sabía preparar muy buenos ceviches, que le encantaba leer en voz alta y resolver el sudoku en el baño. Los ojos de su esposa últimamente tenían una tonalidad caramelo que lo volvía loco; ¿o es que siempre fueron de ese color? ¡Bah! Ya no importaba, porque esos mismos ojos que lloraron cuando el cura los declaró marido y mujer hacía ya doce años, ahora lloraban suplicantes, cansados, cada vez más lejanos. El hombre imaginaba la línea de su vida antes de la noticia como un garabato: demasiados trazos, ningún dibujo. Y ahora, mientras todo su cuerpo se adormilaba pacientemente, se preguntaba a sí mismo cómo… cómo es posible vivir tan poco en tanto tiempo, y luego tanto en tan poco.